"No sabía que la primavera duraba un segundo...",
pensó cuando se despertó.
Era 25 de abril y estaba feliz porque habían pasado 64 años desde que se produjese, tras la II Guerra Mundial, la liberación italiana, y para celebrarlo, hoy no iría a trabajar, sino que se dedicaría a danzar por la Piazza IV di novembre. No había nada que le gustase más que girar como una peonza.
La que como aquellos niños de antaño jugaba con una peonza en esa misma plaza, era una niña de esas que las madres aún les ponen trenzas. Ella sí que no sabía de primaveras veloces, ella que, a sus seis años, creía aún que sus amigos y sus animales, y sus padres y su colegio, y su abuela y su peonza, eran eternos.
Mientras, la miraba de reojo aquel chico. Una mirada veloz, llena de esa ternura que se palpa de cerca tan pocas veces. Rápidamente volvió a mirar al cielo, debía coger su bandera al vuelo. Llevaba meses ensayando. Y el juego de colores en el cielo, quedó precioso. Pensó entonces en alguien, en alguien que sabía que de haber visto ese lanzamiento impecable de bandera, hubiese estado orgulloso de él. "Cómo nos persigue la necesidad de que quienes más queremos se sientan orgullosos de nosotros", pensó. Pero nadie había allí para responderle.
Sin embargo, alguien había escuchado su pensamiento. Era un perro, ese perro casi amarillo que vive perennemente en las escaleras de esa plaza, que se alimenta de restos de pizzas y de cervezas. "Soy afortunado de no poder hablar -pensó el perro-, porque al no hablar, escucho mejor lo que dicen los corazones".
Quizás porque todos le consideraban un loco, se sentía siempre feliz aquel anciano que acompañaba al perro. Quizás porque fue él quien decidió ser un loco el día que comprendió que en la vida siempre hay alguien que te de la mano pero que esa mano nunca dura demasiado tiempo a tu lado; que siempre puedes recibir un beso pero puede que ese beso provenga del mismo Judas; que las palabras hacen tanto bien como mal; y que las amapolas sólo viven durante un mes al año.
"Si yo te contara", contó la amapola. "He visto a los niños pegarse tortazos, jugar a ser grandes, llorar y reír por los mismos motivos; he visto a una chica enfadada porque no entendía nada; he visto la rabia y el miedo, los soles y las lluvias de abriles que acaban con todo; he visto el agua que brota de la fuente de la plaza; he visto nacer y morir, sufrir y gozar; he visto los giros que se dan buscando sentido, los deseos que se piden a la almohada, y las alas que crecen cuando no crece nada".
La amapola hubiese seguido hablando, pero las amapolas duran demasiado poco. "No te creas-añadió-, y además, es lo de menos: lo importante es lo que pasa durante un movimiento del reloj de arena".
pensó cuando se despertó.
Era 25 de abril y estaba feliz porque habían pasado 64 años desde que se produjese, tras la II Guerra Mundial, la liberación italiana, y para celebrarlo, hoy no iría a trabajar, sino que se dedicaría a danzar por la Piazza IV di novembre. No había nada que le gustase más que girar como una peonza.
La que como aquellos niños de antaño jugaba con una peonza en esa misma plaza, era una niña de esas que las madres aún les ponen trenzas. Ella sí que no sabía de primaveras veloces, ella que, a sus seis años, creía aún que sus amigos y sus animales, y sus padres y su colegio, y su abuela y su peonza, eran eternos.
Mientras, la miraba de reojo aquel chico. Una mirada veloz, llena de esa ternura que se palpa de cerca tan pocas veces. Rápidamente volvió a mirar al cielo, debía coger su bandera al vuelo. Llevaba meses ensayando. Y el juego de colores en el cielo, quedó precioso. Pensó entonces en alguien, en alguien que sabía que de haber visto ese lanzamiento impecable de bandera, hubiese estado orgulloso de él. "Cómo nos persigue la necesidad de que quienes más queremos se sientan orgullosos de nosotros", pensó. Pero nadie había allí para responderle.
Sin embargo, alguien había escuchado su pensamiento. Era un perro, ese perro casi amarillo que vive perennemente en las escaleras de esa plaza, que se alimenta de restos de pizzas y de cervezas. "Soy afortunado de no poder hablar -pensó el perro-, porque al no hablar, escucho mejor lo que dicen los corazones".
Quizás porque todos le consideraban un loco, se sentía siempre feliz aquel anciano que acompañaba al perro. Quizás porque fue él quien decidió ser un loco el día que comprendió que en la vida siempre hay alguien que te de la mano pero que esa mano nunca dura demasiado tiempo a tu lado; que siempre puedes recibir un beso pero puede que ese beso provenga del mismo Judas; que las palabras hacen tanto bien como mal; y que las amapolas sólo viven durante un mes al año.
"Si yo te contara", contó la amapola. "He visto a los niños pegarse tortazos, jugar a ser grandes, llorar y reír por los mismos motivos; he visto a una chica enfadada porque no entendía nada; he visto la rabia y el miedo, los soles y las lluvias de abriles que acaban con todo; he visto el agua que brota de la fuente de la plaza; he visto nacer y morir, sufrir y gozar; he visto los giros que se dan buscando sentido, los deseos que se piden a la almohada, y las alas que crecen cuando no crece nada".
La amapola hubiese seguido hablando, pero las amapolas duran demasiado poco. "No te creas-añadió-, y además, es lo de menos: lo importante es lo que pasa durante un movimiento del reloj de arena".
2 comentarios:
Guau! Había más movimiento que cuando estuve yo!
COJONUDO,AMIGA.SIMPLEMENTE COJONUDO Y GRACIAS POR DARLO
Publicar un comentario