martes, 9 de noviembre de 2010

Todos queríamos escribir bien

Por Andrés Ibáñez

Pero sabemos que escribir bien no es cuestión del estilo, ni de las palabras. Ni siquiera del trabajo o de la dedicación. Escribir bien para algunos es escribir frases deslumbrantes que forman párrafos deslumbrantes que llenan páginas deslumbrantes. Pero ¿qué es una página deslumbrante? Hay autores que son deslumbrantes y nos aburren mortalmente. Se trata, claro está, de hacer algo con las palabras. Esta es la clave, esto es todo, y sin embargo en ese "todo" está todo lo que se nos escapa y se agazapa más allá, evitándonos. Porque ese algo que hay que hacer con las palabras no está en las palabras ni puede apresarse con palabras. No es cuestión de técnica, ni de estilo, ni de cultura, ni de leer mucho, ni de corregir mucho. Un escritor debe hacer suyo el lenguaje, debe aprender a dominarlo de tal modo que pueda hacer cualquier cosa con las palabras, y a continuación olvidarse completamente de esas artes, lograr que el lenguaje sea para él como una segunda naturaleza. Porque la clave para escribir bien (todos lo sabemos) no está en el lenguaje, sino en la vida. (...) Para escribir bien, lo sabes, es necesario ser siempre joven. Es necesario sentir la vida en la piel, en la sangre, en los huesos. Es necesario sentir la maravilla, el miedo, la angustia, el inmenso anhelo que jamás se sacia, pero sentirlo cada vez de una manera nueva, como si el mundo acabara de comenzar, como si la lluvia que cae fuera la primera lluvia del mundo. Para escribir bien es necesario no tenerle miedo a la lluvia, como esas personas que en mitad de una tormenta sonríen y no intentan cubrirse. Hay una temeridad que nunca intentamos y un acto de valor con el que ni siquiera nos atrevemos a soñar. Y hay también en cada uno de nosotros la sombra de una ofensa que nos han infligido con horrible rudeza y que nos humilla todos los días de nuestra vida. (...) Nuestra inteligencia, nuestra ironía, nuestro ingenio, no bastan. Es necesario algo más: decir lo que no se sabe, decir lo que no se entiende, lo que todavía no es nada, lo que es sólo ruido, sólo locura y gesto. Ahí, en ese acto de valor temerario está el límite que separa lo dicho de lo que nadie ha dicho todavía. Rama feroz que roza mi mejilla al pasar y me despierta.

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