viernes, 1 de febrero de 2008

DUBLÍN

Dicen que un viaje empieza unos meses antes de realizarlo, cuando la idea entra en tu cabeza y comienzas a organizarlo todo, a decidir la ruta, las cosas que te gustaría visitar, a hojear páginas de Internet o a hacer la maleta. Pero en este caso no hubo tiempo para planear nada. Yo llevaba tres meses viviendo en Venecia, era un martes del mes de mayo, y sin saber muy bien cómo, en pleno arrebato, me encontré a mí misma llamando a Alejandro para sugerirle una escapada a… donde fuera. “El apaño que te hace a ti Ale y lo inofensivo que es”, me dice siempre mi abuela, y es verdad, pero no sólo es eso, Ale, mi mejor amigo, es además el único capaz de decirme que sí sea a lo que sea. “Ale, nos cogemos un avión, tú desde Madrid y yo desde Venecia y nos vemos en… ¿Londres?, viaje fin de semana”, le dije sin darle más explicaciones en una breve llamada de teléfono Italia – España. “¿Hablas en serio?”, fue su respuesta. “Creo que a Dublín salen vuelos baratos, ¿no lo prefieres?”, preguntó con parsimonia. “Vale”.

Y así, en una conversación de menos de cinco minutos, en el anochecer de un martes decidimos reencontrarnos en Dublín. Esa misma noche, vía Messenger, compramos los vuelos y en poco más de una hora habíamos planeado nuestro viaje a Irlanda. El viernes a las 6 de la mañana cogí el avión y en dos horas había cruzado media Europa. Cuando Ale apareció en el aeropuerto y nos abrazamos, caí en la cuenta de lo “liantes” que podíamos llegar a ser cuando nos juntábamos. Él, que se suponía debía estar ya estudiando para los exámenes de junio, ni siquiera le había dicho a su madre que estaría en Dublín, y yo que podría estar disfrutando del país de la bota, me había dado el impulso de salir volando… si por algo nos dice su madre que cuando nos juntamos somos un peligro. Afortunadamente, Ale es estudiante de idiomas porque yo no he vuelto a hablar inglés desde que salí del instituto, y me iba a hacer falta, y mucho, aún no sabía cuánto.

Nuestro albergue estaba en Temple Bar, el maravilloso barrio situado entre el Río Liffey y Dame Street, calles del siglo XVIII, con los bares y pub más emblemáticos de la ciudad. Nuestro equipaje se basaba en una mochila con un par de cambios de ropa, un pijama, un chubasquero, una toalla y las cosas de aseo, además de un libro para las horas de espera del aeropuerto, una libreta donde apuntábamos todo y la cámara de fotos. Poco más. Entramos en el albergue, dejamos las mochilas y nos fuimos a descubrir y a empaparnos de Dublín. Pero a empaparnos en sentido literal, porque fue salir a la calle y el flamante sol que había cuando llegamos, se convirtió en un montón de nubes lluviosas.

The Spire es el monumento por excelencia de Dublín, una barra de 120 metros de altura situada en O´Connell Street, que según nos contaron es un símbolo de unión del pueblo irlandés. Desde allí paseamos por las calles circundantes, nos fotografiamos con la estatua de James Joyce, y como estudiantes que somos, paseamos por el Trinity Collage. El viaje había empezado bien y para celebrarlo nos bebimos unas Guinnes en Temple Bar, y como buenos turistas, nos hicimos la característica foto en las puertas rojas del mítico pub irlandés. Tras cenar el que sería nuestro menú habitual (bocadillo de atún con tomate, es lo que tiene viajar sin un euro) buscamos un locutorio para que Alejandro pudiese llamar a su madre, así que mientras desde el mostrador escuchaba como Ale decía “mamá, llevo toda la tarde estudiando, hace un frío aquí en Madrid”, yo, dispuesta a practicar algo de inglés, buscaba en mi memoria como formar alguna frase con sujeto, verbo y predicado para decírsela a la dependienta, la cual, ante mi tímido “excuse” me dijo “tranquila, soy de Salamanca”, y nos señalo en el mapa todos los lugares que no podíamos perdernos de Dublín.

Así que esa noche, fuimos tachando en nuestro mapa cada bar que pisábamos, entrábamos, nos echábamos un baile, veíamos el ambiente y salíamos en busca del siguiente. Los pubs irlandeses me enamoraron, especialmente por la música en directo, la gente afable y simpática, (quizás porque llevaban bebiendo desde las cinco de la tarde) y además, ambiente para todas las edades, quinceañeros divertidos con parejas de cincuentones brindando en la misma mesa por la felicidad del ahora.

El sábado, anduvimos Dublín calle arriba, calle abajo, desde el Writers Museum y el Garden of Remembrance hasta el Wellington Monument, que anda que no nos costó encontrarlo… a más grande, más lejos parecía estar, y por fin, tras subir escaleras y atravesar un verde campo apareció ante nosotros como una imponente torre. Parques muy verdes, puertas de colores, museos de entrada gratuita y St. Patrick´s Catedral, el monumento más emblemático de la ciudad, que si ya de por sí no puedes despedirte de Dublín sin antes visitarla, con más razón aún cuando es el patrón del nombre que llevó portando en los 22 años de mi existencia. Me gustó el escudo que colgaba a la entrada y detesté la catedral. Bonita era, no lo dudo, pero lejos de ser un emblema religioso o artístico, era una sala diáfana donde el espacio lo compartían los bancos de los feligreses con los puestos de dedales, rosarios, estampas, camisetas… vamos, que la catedral olía a negocio que echaba para atrás, y que estar disfrutando de Dublín me llenaba los pulmones de libertad, pero estar allí metida entre euros y merchandising religioso me daba ganas de gritar.

Como remedio, salimos de allí y nos fuimos a buscar a Oscar Wilde, que siempre un soplo de literatura te sube a los cielos más intensamente que un templo del dinero. Y lo encontramos, tumbado en la piedra de los deseos. “Puedo resistir todo menos la tentación” así que una a una, le hice a Ale que me tradujera todas las citas del escritor que sobre dos monolitos había escritas. “Todos estamos en la basura, pero alguno de nosotros miramos las estrellas” era una de esas frases maravillosas, y así, mirando si no las estrellas, sí el atardecer, nos quedamos atrapados en el parque, hasta que de pronto sentencié cuando me hallaba más a gusto: “Qué bien estoy, no quiero saber qué hora es…”. “Yo tampoco…” – añadió Ale. “¿Miro la hora?” – le pregunté. “Sí”. Así eran nuestras conversaciones de besugos, y así son.

En esas, llegó una señora y algo nerviosa, en un inglés tan malo como el mío y en un acento gallego profundo, me soltó algo así como “Can you make … fotografía?”. “No se preocupe, que a una andaluza como yo, le queda más cerca Galicia que Dublín”.

El tren Dart nos llevó en la mañana del domingo destino a Bray y por la tarde hacia Howth. El primero con su playa de piedras y su montaña con preciosas vistas, el otro con su muelle pesquero; y entre mares fríos, árboles frondosos, marineros, sonrisas, helados y chubasqueros pasamos un feliz domingo filosofando, en una de esas conversaciones intimistas que tenemos Ale y yo cuando nos juntamos y huele a lluvia. Ese día redescubrimos la belleza de lo sencillo y la fuerza de las amistades inquebrantables, como la nuestra.

Y en ese estado de armonía abandonamos Dublín con la creencia, qué ingenuos, de que nos estábamos despidiendo de la ciudad. Mientras desde el autobús camino al aeropuerto veíamos pasar las calles irlandesas, místicamente le dije a Ale (¡en qué momento se me ocurriría!) dos sentencias: la primera, “me encantaría montarme en uno de estos coches que conducen al revés, qué gracia”; la segunda, “me ha encantado, no quiero marcharme de Dublín”. Y es que hay que tener mucho cuidado con lo que se desea, porque a veces, se convierte en realidad.

Las próximas horas estaban claras: noche en el aeropuerto y vuelo de regreso. ¡Qué lejos de lo que ocurriría! Cuatro y media de la madrugada. Vamos a por el billete, primero el de Ale y después el mío. Le doy mi DNI a la azafata y ella me entrega el billete, me vuelvo, subimos a la segunda planta, y antes de llegar a la cafetería, me doy cuenta de que no me ha devuelto el DNI. Volvemos, se lo pido, dice que no lo tiene. Nunca más apareció. Y ahí comienza el NO retorno.

Nos envían de un lado a otro, llaman por teléfono y los minutos avanzan. La recepcionista de la empresa de vuelos le dice a Ale que no podré coger el avión, y Ale me lo transmite. Yo le respondo entre gritos, y Ale, más serenamente, se los va traduciendo. La hora de coger el avión se acerca y nadie nos soluciona nada, “a Italia no puede volver porque es española, a España no puede volver porque su billete era para Italia”, insiste la chica. “¿Pero qué dices? ¿Y la Unión Europea? ¿Y mis derechos? ¿Y mi DNI? Que me quiero ir a mi casa, que no puedo quedarme aquí… que no sé hablar inglés”, refunfuño entre histérica, impotente y desolada, entre español e italiano, y sin que la chica entienda una sola palabra.

Mientras ella, lo único que sabe decirle a Ale es “señor, va a perder su avión también usted”. Ale que dice “me quedo” y yo, orgullosa como mi madre, le digo “no, vete”, y así, mientras se me van saltando dos lagrimones y mientras sostengo entre mis manos un papel en el que está escrita la dirección de la embajada española en Dublín, y la frase “I lost…”, presencio como Ale desaparece entre el bullicio de pasajeros.

Dichosa Torre de Babel... no me entero de nada y acaban llevándome en coche policía (que claro, no era a esto a lo que yo me refería cuando decía lo de querer montarse en uno de esos coches, que es muy diferente no quererte ir de un lugar a que no te dejen salir). Y de allí de vuelta a Dublín, y no hacía ni doce horas que había hecho el trayecto inverso.

En O´Connell Street les enseñaba a todos mi papel con la dirección de la embajada preguntando qué autobús coger. Y al fin, en un caserón enorme, divisé ondear al aire una bandera roja y amarilla, quién iba a imaginarse que yo, enemiga de banderas, me iba a poner tan feliz al ver la de mi país... En la embajada me trataron bien pero su respuesta fue “el pasaporte provisional tardará dos o tres días, vete buscando un alojamiento y ya te llamaremos”. Con esas desesperantes expectativas me encontré a las dos de la tarde, comiéndome un paquete de patatas fritas, sin saber dónde pasaría la noche, sentada a orillas del River Liffey y sin saber muy bien, si echarme a llorar o si tirarme al río.

No sé cuantas horas pasé allí contemplando el agua e intentando terminar de leer el libro que llevaba en la mochila. Pero ni lo uno ni lo otro, yo sólo pensaba “esto no puedo estar pasándome a mí”, mejor dicho, “estas cosas sólo me pasan a mí”. Incrédula de que estuviese aún allí, me negué a buscar alojamiento, así que vagué por Dublín, y sin saber muy bien cómo, pasada las cinco de la tarde, volví a encontrarme en la embajada, que como toda institución oficial, permanecía cerrada por la tarde. Golpeé una y otra vez la puerta, y ésta se abrió. Dentro, no sé bien por qué, se encontraba la mujer que me había atendido en la mañana. Al verme, reconociéndome enseguida, me dijo “tengo una buena noticia, tus papeles acaban de llegar así que pásate mañana temprano, que ahora está cerrado”. ¿Cómo? ¿Mi pasaporte hecho y no podía irme? Ni loca… No sé si fue porque le di pena o porque estaba deseando perderme de vista pero antes de las 7 de la tarde, yo estaba llegando, otra vez, al aeropuerto.

Feliz con mi pasaporte, pedí el billete a Venecia. “El próximo es el viernes”, me contestó sonriendo la chica (estábamos a lunes), y yo me quedé en shock. Ante mi cara de espanto, la azafata intentando animarme me dice “bueno, a las ocho sale un avión a Pisa”. Y sin darme tiempo a reaccionar porque si no perdía el vuelo y sin saber muy bien si lo que me estaban explicando en inglés era exactamente lo mismo que yo estaba entendiendo… qué alegría, me hallé despegando hacía un país en el que, aunque no fuese el mío, más o menos (sólo más o menos) entendía cuando me hablaban. Aún me quedarían horas y horas hasta entrar por la puerta de mi casa. A media noche llegaba al aeropuerto de Pisa. Luego, un autobús y un tren hasta Florencia. Después, cerca de tres horas en mitad de la noche sentada en la puerta de la estación (que ya podrían abrir la puerta de las estaciones también de noche), tren a Bologna, y otro a Venecia.

Cuando cerca de las diez de la mañana escuche eso de “Prossima fermata: Venezia. Sta Lucía” y percibí el rumor de los canales, la sensación de alivio venció al cansancio y al sueño.

Llegué a casa. Me tumbé en la cama y pensé “hasta el próximo viaje”.

A pesar de todo, Dublín me había parecido una ciudad extraordinaria; el ambiente muy bueno, compartir con Ale, un placer, y cualquier viaje, una experiencia. Eso sí, tomé dos determinaciones, una: para el próximo viaje llevaré DNI y pasaporte; y dos: en cuanto llegue a España, me pongo a estudiar inglés.

Mayo 2007

2 comentarios:

estrella de mar dijo...

A mí también se me cruzaron los cables un día de finales de octubre y, sin pensarlo mucho, me uní a un viaje con más erasmus a Estocolmo y Londres. Hubo quien dijo que el viaje tenía lagunas, pero no lo pensamos más y además a él también le convencimos.

Fui yo la encargada de buscar alojamiento, enterarme un poco de qué se podía hacer en Estocolmo... y de Londres se encargaron otros. A ninguno se nos ocurrió pensar que a finales de Noviembre iba a hacer un frío impresionante.

Fuimos en tren de 8 horas a Roma, luego avión Ciampino-Estocolmo, pero no capital, sino un pueblo a hora y media de la capital. La estancia preciosa, incolvidable, me encantó Estocolmo. Y también me alegré de encontrar la embajada española... afortunadamente no hicimos uso de ella, pero fue un día que estábamos congelados y nos hizo mucha ilusión.

La ruta a Londres... dormí dos horas en una silla de la cafeteria del aeropuerto y luego todo el trayecto a Londres, en el que vi amanecer dos veces, por cierto.

En Londres yo ya no podía con mi alma. Estaba rota de tanto viaje, dormir poco y cuando buenamente podíamos. Una noche casi me duermo en un banco de una cervecería y todo. Pero estábamos en Londres, había que salir (además el albergue que buscaron daba asco).

La ultima noche la pasamos en London Stanted, antes de volver a Brindisi, porque el avión salía a las 7 de la mañana. Cuando los altavoces decían "última llamada para el vuelo a Brindisi" nosotros aún estábamos buscando la puerta de embarque... fuimos los últimos en embarcar.

Cuando esperábamos al bus en Brindisi me entró hambre (llevaba un montón de horas sin comer)... fue genial pedir algo y que te entendiesen a la primera.

Llegué a Lecce a las 2 menos algo. Comí pasta con algo que había por la despensa y me eché una siesta que te mueres. Hogar (italiano), dulce hogar...

(otro día te cuento mi odisea para llegar a casa en Navidad... o para volver... aunq está por mi blog)

Pedro Estudillo dijo...

¡Uauhhh! vaya aventura, qué envidia me das.
Te felicito por tener amigos como Ale, y por tener esa desbordante determinación. El mundo les pertenece a los que hacen cosas, aunque se equivoquen de vez en cuando, y no a los que sólo se limitan a criticar a los que las hacen. Sigue así.
Me alegro de que dieras con mi blog, así he podido conocerte. Gracias por tu visita y tus comentarios.
Un abrazo.