domingo, 24 de mayo de 2009

La abuela bloguera


Entre Benedetti y el último post, parece que he convertido el blog en una necrológica, pero es que estaba ya a punto de irme a dormir cuando me he encontrado con la noticia de que ha muerto María Amelia López Soliño, la abuela bloguera.

Me acuerdo del día en que, no recuerdo por qué medio, llegó a mí la historia de que esta señora gallega, a sus noventa y pocos años, se había puesto a escribir en internet, después de que su nieto le abriera un blog. Curiosa, me metí en su blog y estuve leyéndola. Desde entonces, algunas veces he vuelto a pasearme por las entradas de la abuela más internaútica.

"Amigos de Internet, hoy cumplo 95 años. Me llamo María Amelia y nací en Muxía (A Coruña) el 23 de Diciembre de 1911. Hoy es mi cumpleaños y mi nieto como es muy cutre me regalo un blog. Espero poder escribir mucho y contaros las vivencias de una señora de mi edad", escribía el 23 de diciembre de 2006.

El pasado miércoles 20 de mayo, María Amelia fallecía a los 97 años. En los más de dos años que mantuvo su blog, recibió numerosas visitas desde todos los lugares. Su blog, titulado "A mis 95 años" (http://amis95.blogspot.com), pronto se convirtió en uno de los blogs más visitados de la Red, ganando en el 2007, el premio al mejor Blog en español, otorgado por la cadena de televisión internacional alemana Deutsche Welle.

La última entrada la escribe su familia. Las despedidas siempre son duras. pero el llamamiento final es el canto a la vitalidad que Maria Amelia representó. "Disfrutad de la vida y de los abuelos", cierra dos años de encuentros en la red.

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Y siguiendo con "necrológicas", dejo la columna que escribió Rosa Montero en El País, el pasado cinco de mayo, cuando murió su marido, Pablo Lizcano.

Rosa Montero: "Una vida"

Un cabrilleo de agua y sol en el mar, o quizá en una piscina. El cuerpo caliente y esponjoso como pan recién hecho.

Sombras en la noche, una pesadilla. Las manos de tu madre encendiendo el mundo, disolviendo los monstruos. Ordenando las cosas.

Carreras jadeantes, frenéticas risas, juegos de niñez en patios retumbantes.

Melancolía aguda de lo aún no vivido. Intuición adolescente del resto de tu vida. Deliciosa tristeza.

La carne, un tesoro. El vertiginoso misterio de los cuerpos. El amor estallando como una supernova y dejándote ciego.

Y también el desamor: un agujero.

Una noche de agosto en pleno campo, un alboroto de cigarras, una luna llena de color naranja que parece el decorado de un teatrillo japonés, el tiempo por una vez piadosamente detenido. La plenitud, que siempre es sencilla.

Mirar a un amigo, mirar a tu amante y ver en sus ojos el pasado común. Contemplarte en los otros como en un espejo.

La serenidad que llega tras las lágrimas. Y también todas las risas compartidas, los momentos de juego, las carcajadas dichosas.

Todos los libros leídos, las músicas gozadas, los besos recibidos. Y una conversación una tarde de invierno comiendo chocolate frente a la chimenea.

La alegría de vivir. Y la fugaz y espléndida belleza.

Una noche de angustia. Intuición de la muerte. Una mano en la tuya. La cama es una balsa en mitad del naufragio.

Una novela leída al lado del lecho de un enfermo mientras llueve.

Torbellinos de polvo en un rayo de sol, un universo ínfimo.

Un cabrilleo de agua. El último chispazo.

Esta poca cosa, o esta enormidad, es una vida.

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