(Fragmentos del libro Confesiones de un burgues, de Sándor Márai)
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¿Por qué razón? ¿Tenía acaso miedo de alguien? No, sólo me temía a mí mismo.
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En aquel momento sólo sabía que no podía más, que tenía que irme, que tenía que abandonar definitivamente a mi familia y a mis parientes, y que ese pensamiento me aterraba. Creo que me habría gustado quedarme, esperaba que ocurriera algún milagro, pero sabía que no había lugar para milagros, que desde aquel mismo instante me quedaría solo para siempre. Atravesé el jardín sin prisa, sin encontrar a nadie; sabía que cada paso que daba me alejaba más de aquella casa, que no había vuelta atrás, que quizá sólo se podrían encontrar soluciones artificiales y violentas que mantendrían mi vida y mis relaciones familiares en un precario e inestable equilibrio.
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¿Por qué algunas personas escapan de esa seguridad, de ese idilio organizado cuya luz y cuyo calor agradables iluminan sus vidas? Yo me fui de la casa de mis tíos un día para no volver a entrar jamás en ningún hogar. A veces he llegado a pensar que ese estado es el precio que tengo que pagar por mi carácter o por poder hacer mi «trabajo»... Nada es gratis, ni siquiera el sufrimiento, esa condición necesaria para el trabajo creativo. Ni siquiera la infelicidad es gratis. A los escritores, el trabajo —con independencia de la calidad de las obras— nos obliga a mantener ardiendo nuestro corazón, nuestros nervios y nuestra mente. No hay lugar para el regateo ni para preguntarse si «vale la pena»; no se puede regatear con las obsesiones propias, que los demás llaman «vocación» y revisten con símbolos altisonantes; yo creo que se trata, simple y llanamente, de obsesiones... Una persona «feliz» nunca desarrollará un trabajo creativo, una persona feliz es simplemente eso: una persona feliz. A mí la «felicidad» nunca me ha atraído como meta alcanzable paso a paso, más bien la despreciaba con una actitud obviamente enfermiza.
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Un escritor me dijo en una ocasión que esa falta de satisfacción, esa intranquilidad son propias del hombre occidental. Una mujer me enseñó que es una «enfermedad característica de los escritores» la que impide que el artista obtenga satisfacción por otra vía que no sea la de su trabajo creativo. A lo mejor soy escritor. De todas formas, sigo albergando ese afán de huir, de escapar, que surge de pronto y hace que se resquebrajen los marcos estables de mi vida, que me empuja a situaciones escandalosas y a profundos estados de crisis.
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Hoy sigo viviendo de la misma forma, entre trenes, escapadas y huidas, sin saber qué tipo de peligrosas aventuras interiores me esperan. Ya me he habituado a ese estado que nació aquel día de verano.
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El periodismo puede ser un oficio muy triste que sólo sirve para ganarse la vida o puede ser una «vocación», pero en la mayoría de los casos se resume en un determinado estado anímico.
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El periodismo me atraía, pero creo que no habría sido útil en ninguna redacción. Imaginaba que el periodismo consistía en andar por el mundo y observar ciertas cosas, todas irrelevantes, caóticas y sin sentido alguno, como las noticias, como la vida misma... Y ese trabajo me atraía y me interesaba. Tenía la sensación de que el mundo entero estaba siempre lleno de «acontecimientos de actualidad» y de «hechos sensacionales». Entrar en una habitación donde nunca había estado resultaba para mí tan emocionante, por lo menos, como ir a ver el levantamiento de un cadáver, buscar a sus parientes y hablar con el asesino. El periodismo significaba para mí —desde el principio, desde el momento en que despertó mi interés— estar a la par del tiempo en que vivía, un tiempo que siempre me parecía una experiencia personal, algo que me resultaba imposible eludir, algo importante, interesante; cualquier cosa se me antojaba «digna de ser publicada»... Estaba tan emocionado como si yo solo hubiese tenido que informar de todo lo que ocurría en el mundo: las declaraciones de los ministros, los escondrijos de los criminales y también lo que pensaba mi vecino al sentarse a solas en su habitación alquilada... Todo aquello tenía un interés «apremiante»: a veces me despertaba por la noche y bajaba a la calle, como un reportero extasiado que teme «perderse» algo. Sí, el periodismo era para mí una obligación, una tarea profundamente arraigada en el centro más recóndito de mi ser que no podía ignorar, que me obligaba a conocer mi «materia prima», los hechos, esa sustancia secreta que establece lazos entre las personas y une a la gente, las conexiones entre los fenómenos.
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Una soledad gélida me envolvía. Era algo más que la soledad del extranjero, surgía de mi interior, de mi ser, de mis recuerdos; era la soledad sin esperanzas que caracteriza al escritor.
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Escribir significa, ante todo, una manera de comportarse, una manera ética de comportarse, para decirlo con una palabra altisonante. Me di cuenta de que me esperaba una tarea que debía realizar en solitario, sin aguardar ninguna ayuda exterior; y como me sentía débil y sabía que no estaba preparado, esa tarea me causaba angustia y, a veces, hasta pánico.
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Los viajes fueron perdiendo para mí su carácter de desplazamientos sucesivos, y hoy en día me importa más el hecho de partir desde lo conocido que el de llegar a lo desconocido. Ese complicado rasgo de mi «carácter», la infidelidad que lo determina como una enfermedad, las faltas y las aptitudes que me hacen sufrir y cuyo conjunto, no obstante, define lo que «yo» soy, impregnaba también mis viajes y marcaba mis itinerarios. Un hombre infiel no lo es sólo con sus seres queridos, sino también con las ciudades, los ríos y las montañas. Esa fuerza coercitiva es más poderosa que cualquier consideración de tipo moral. Yo «engañaba» a mujeres y ciudades por igual, y de ambas sentía a veces nostalgia; me iba a Venecia con la idea de pasar allí unos meses, pero me escapaba al día siguiente para quedarme semanas en un pueblo cualquiera sin interés alguno... Toda persona es la misma en cada una de sus relaciones: alguien que sea infiel a su «pequeño mundo» personal será también infiel al vasto mundo, al universo. Asomado a la barandilla de algún barco o a la ventanilla de cualquier tren, con una leve «nostalgia» pero emocionado por la belleza del universo y deseoso de expresarlo con palabras, una voz interior, triste y poderosa me advertía que mi entusiasmo, mi nostalgia y mis pasiones eran artificiales y fingidos, que en realidad no tenía nada que ver con aquellos paisajes y no deseaba viajar a ningún sitio.
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Se trata de un estado angustioso, repleto de dudas constantes —de que el mundo no es tal como nos imaginamos— y de un entusiasmo exagerado y obligatorio por tener una tarea tan importante que cumplir: la de revelar todos los secretos del universo, uno por uno.
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