jueves, 21 de agosto de 2008

Periodismo agridulce

Llego al periódico, justamente, doce horas después de salir de él ayer. Pero de ayer hace ya una eternidad.

Primera Parte:

Son las once y veinte de la noche cuando llego al Metro. Escribo en mi libreta de periodista mientras viajo en él. Exaltación, agotamiento: ese cansancio que te deja abatido tras un acelerón desmesurado. Tantas quejas pasadas, y estoy viva.

Cuando he salido del periódico, más de dos horas después de la hora habitual de cierre, apenas quedaba nadie en la redacción. Entre ellos, uno de mis compañeros de prácticas. Me ha mirado asombrado, acostumbrado a mis habituales días taciturnos, se extrañaba al verme desbordada y exaltada corriendo de una punta a otra de la redacción transportando papeles, ideas y preguntas.
“Emocionante”, le he dicho mientras recogía para volver a casa. Esa no era la palabra. Él me ha contestado: “agridulce”.

Es cierto. Profundamente agrio, profundamente trágico.
Profundamente cruel. Desmesuradamente injusto. Demasiados inocentes (153 en las últimas cifras) que sólo querían bañarse en las islas.
Y sin embargo, en mi redacción, una redacción, ubicada al lado de Barajas; una redacción típicamente agosteña, es decir, repleta de becarios ávidos de profesión, se palpaba la sensación de estar en el centro de la noticia, de tener la oportunidad de conocer y contar de primera mano algo que será historia, aunque sea una página pintada de negro.
La exaltación periodística dicha en voz alta suena horrible, pero sentida es vital. Es probable que nuestra bella profesión sea amarga y cruel, que dicho así, sentirse bien haciéndonos eco de la más cruel tragedia, nos haga horribles personas.

Pero también es cierto que aunque esto parezca una justificación de conciencias, se siente el dolor y el sufrimiento, no se es impasible. Y también es bello poder utilizar la palabra como arma. No, no es la pretensión de antaño de que el periodismo cambie el mundo, no es literatura ni abismos. Es el agridulce de la profesión, comprender los reflejos y que las velas se apagan si soplas. Mirar hacia arriba, hacia un avión que se derrumba es el modo de ser coherente con el camino elegido. Raro de explicar, quizás.

Segunda Parte:

Pasadas las doce de la noche y tres trasbordos, aguardo la llegada del último metro. Publicidades de vuelo pasan a mi lado y me doy cuenta de que estoy, físicamente, más cansada de lo que creía. Me sorprendo bostezando. No me puedo creer que el metro aún marque 8 minutos de espera.
Mientras subía las escaleras mecánicas me vino a la mente El pintor de batallas, de Pérez Reverte. Me gustó mucho ese libro, pero no sé por qué lo recuerdo ahora, quizás el tratamiento del dolor, la permanencia de lo fugaz, la eternidad del instante, la reacción del periodista ante ello. O quizás no.

Un chico se me acerca y me pregunta por una parada. Sólo ha pasado un minuto.
Decido sentarme en los escalones, a pesar de la suciedad. 6 minutos.
Me pesa el bolso. La tarde ha transcurrido tan deprisa que no me ha dado tiempo de leer todos los periódicos y los arrastro a casa como tarea pendiente. 5 minutos. Público lleva en la portada un sumatorio de muertos en conflictos internacionales. Los 44 de Argelia ganan. Ni sumándolos todos se alcanzan los de hoy. 4 minutos. Un hombre pasa a mi lado arrastrando una gran maleta.
Esta mañana, en todos mis trasbordos, me crucé con una familia cargada de niños y maletas, probablemente, teniendo en cuenta la línea, se dirigían a Barajas. Qué felices, pensé. Pero durante toda la tarde, entre mal rollo y subidón de adrenalina, pensaba en ellos. Lo probable es que estén felices en cualquier lugar, pero no pude evitar pensar en esos desconocidos.
He perdido la cuenta del metro y cierro los ojos. Hoy será un día recordado en futuras listas negras, el 20 de agosto será nombrado trágicamente, pero el recuerdo, presente, en cada uno, será muy diferente. Yo también recordaré el día de hoy. Su sabor agridulce, su sabor periodístico.

Llega el metro. No podemos perderlo. Porque, a veces, la vida depende de un instante.

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