Sé que no hay nada perfecto. A priori todos lo sabemos pero llevarlo a la práctica es más complicado. Yo estoy en ello. Debo pulirlo, así como debo pulir una intuición que me ayude a no moverme demasiado a trompicones, a ir un poco más por los ecuadores.
Esas mitades poco nítidas y pretenciosas como lo es la que marca la mitad de un verano de prácticas, que como aprovechan los columnistas para cubrir en sus contraportadas, “no hay agosto que cien años dure” y la realidad no barre a los sueños provincianos.
Resulta además que otros aprendizajes sí los he adquirido este curso. Aprendí cuánto vale la paciencia y eso no lo voy a olvidar nunca. Así que cuando llueve sé que luego escampa, que sólo hay que esperar, y mientras, coger un paraguas, o ponerte un chubasquero, o mojarte.
También sé algo de constancia, mucho más que de generosidad, de autocontrol o de rabia, que aún no he aprendido a focalizarla en la dirección adecuada.
Y quedan esas cosas que no sé plasmarlas en el papel, que las presiento pero se me escapan, que se esfuman, que estallan como pompas de jabón antes de entender cómo o por qué las hice. Son por ejemplo, reacciones, no necesariamente malas, sino simplemente impredecibles, que por falta de costumbre, me descolocan, me dejan insegura, y suponen en sí mismas, un comportamiento que racionalmente no llevaría a cabo y que no sé si son menos yo o, en verdad, son yo en su ego más auténtico. No siempre podemos hacer uso de las palabras, a veces, incluso sabiéndolas utilizar, confunden.
Por la redacción vuelan también vanidades, excesivas vanidades que no tienen nada que envidiar a los duelos a espada que, de pronto, aparecieron en los apuntes de Historia del Periodismo de España. Egos que no tienen nada que ver con la búsqueda de la perfección, ni con una sana competitividad, ni con la ambición, sino con un olor a rancio y a podrido, y a envidias, que sirven de disfraz a algunos consagrados compañeros. Tampoco me gustan algunas actitudes, actitudes que también se me escapan, que no comprendo y que espero no comprender nunca, porque sería horrible convertirme en lo que ahora, sin entender del todo, detesto.
En el fondo, sé y callo, porque no todo lo podemos decir. Repito, intento ser coherente.
Luego le doy vueltas a la justicia, hago veredictos que se lleva el mar aunque esté lejos. Y al final, casi siempre veo medio llenos los vasos, uno tras otro, aunque a veces se me derrame el café al pasarlo del caliente al frío hielo.
No siempre encuentro palabras y equilibrios, nunca se me dio demasiado bien montar puzzles. No hace falta que cierres los ojos para saber quién eres y que sólo a ti te debes rendir cuentas. Puedes ser una esponja, pero el agua debe entrar y salir, porque si no se apulgara la esponja.
Y al final me agarro a las certezas, aunque sea porque sé que nunca son absolutamente ciertas.
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