jueves, 18 de junio de 2009

El dentista y un biberón

Si alguien me ha visto crecer, mandíbula y cuerpo, ha sido mi dentista, la segunda persona a la que más he odiado en toda mi vida. Y a la que más he temido. No es que mi médico, al que a lo largo de todos estos años no he visto cambiar en nada ni envejecer, sea odioso, pero es dentista -mi dentista- y eso ya le da todas las de perder. Es la peor profesión, y la peor pesadilla, de pequeña y de grande.
Ayer, después de dos años, volví a entrar en esa consulta en la que he pasado tantas horas. Lo primero que llamó mi atención es que en la sala de espera han colocado ordenadores con conexión a Internet para hacer más amena la dura espera. Algo impensable en aquellos años en los que mi odiosa dentadura necesitaba una sesión semanal de dentista.
Justificar a ambos lados
Tumbada en la camilla esperando a que llegue mi médico no importa que tenga ya casi 25 años, me siento como la misma niña pequeña a la que el médico le va a decir "te tienes que lavar mejor los dientes"... Tenía pesadillas con esa frase. Sintiéndome como si tuviese 7 años, antes de entrar en la consulta he vuelto a lavarme concienzudamente los dientes, sabiendo de más, que la regañina será irremediable.
Una radiografía y una limpieza dental, la revisión de un aparato en los dientes inferiores que si me lo quitasen después de tantos años lo echaría en falta, y una funda nocturna que me amarga.

No ha cambiado mucho en los últimos años. Al menos eso gano, no hay desagradables sorpresas. Antes sí, cuando era pequeña y en el dentista pasaba más tiempo que en mi casa, tuve que ponerme en los dientes todos los aparatos imaginables. Todos, en algún momento de mi vida, los he llevado puestos. Fui preadolescente de braques y niña obsesionada con los chicles que nunca podía tomar. Ahora me paso el día comiendo chicles, por todos aquellos que no pude mascar cuando iba al colegio y al instituto. Me llevé tantos años con aparato que viví el nacimiento y la muerte de los primeros chicles de melocotón sin que me diese tiempo a probarlos.
El peor aparato fue, sin duda, uno al que diariamente mi madre tenía que darle vueltas, era como meterse de mecánica en mi boca, qué horror.

Cuando la enfermera vino ayer con mi ficha tenía apuntada una de aquellas visitas. Diez años. 155 cm. 45 kg. Han pasado casi 15 años y aumentado bastantes centímetros y kilos, además de crecer, como me hizo ver mi dentista en unas fotografías, mi mandíbula.
Sola en "mi celda", escucho a los pacientes de las otras celdas. El médico está echándole una bronca a una preadolescente bajo la atenta mirada de la madre. Hay cosas que no han cambiado. Probablemente, en unos años, esa chica en la que me he sentido reflejada vivirá como un importante acontecimiento el día en que esa madre que ahora la mira atenta, decidirá que ya es hora de que vaya a las revisiones del dentista sola. El primer día que tu madre no te acompaña al dentista se mezclan la sensación de que estás hecha ya una adulta con un miedo al dentista aún más amplificado.
Otras cosas, sin embargo, sí cambian. La enfermera me pide el e-mail para enviarme mi radiografía. Con el dinero de arreglarle los dientes a todos los niños de Huelva, mi dentista ha vivido en los últimos años ampliaciones de local y profundas modernizaciones.
Además, esta vez, no hubo bronca, ni regañina ni me regaló un sólo cepillo de dientes. A pesar de mi temor infantil al dentista, ambos nos hemos dado cuenta de que hace años que dejé de ser una niña.

Y así, con una cita programada para las Navidades del 2010, salgo del dentista y me voy caminando al barrio. He quedado con una de la que fuese de mis primeras amigas, con la que compartí todos los años de colegio. La tarde la pasaré dándole el biberón a su hijo, que a punto está de cumplir cinco meses.

1 comentario:

hatoros dijo...

ME GUSTA VOLVER A LEERTE, AMIGA VAGABUNDA QUE YA LO ERES MENOS, PUES ESTAS EN CASA ¿POR FIN?
UN ABRAZO Y GRACIAS POR CONTARLO TÁN BIÉN