jueves, 5 de marzo de 2009

Lectura para días de lluvia

Apuro las últimas hojas del libro de Jan Morris. Venecia, y vuelta a empezar.
El curso pasado aprendí un par de cosas referentes a la lectura. Aprendí a no tener remordimientos de conciencia al “pintorrear” los libros. Quedaron atrás esas líneas casi invisibles, tímidas, pintadas a lápiz. No sólo dejé de sentirme mal por tener la necesidad de subrayar un libro, sino que además, aprendí a disfrutar con ello. A gozar propiamente. Mis libros, ahora, los llenos de colores, de permanentes trazos de rotulador, de anotaciones al margen, de enlaces, de exclamaciones e interrogaciones, de luces que me indiquen por dónde volver a ellos. Disfruto componiendo mi propio mapa de lectura.

La otra cosa que aprendí fue a aguardar el momento adecuado para leer un libro. Me enseñaron que no hacía falta leer súbitamente el libro que llega a tus manos, que quizá un libro que compras o te regalan hoy, no es hoy el momento de leerlo. Este aparente pequeño aprendizaje es en realidad un aprendizaje enorme que te libera de presiones y te hace disfrutar aún más, tanto de la lectura como de la espera.

Así metí en octubre entre mis veinte kilos de equipaje este libro, esperando a que llegara el momento de leérmelo. Y a mediados de febrero, cuando esperaba ansiosa reencontrarme con la ciudad de los canales, me zambullí en él. Cuando llegó la hora de adentrarse en la ciudad, el libro y yo paseamos juntos en un mano a mano. Recuerdo que un día, a la vuelta al albergue, después de presenciar las caras de mis amigos entrando por primera vez en la Plaza de San Marcos, le dije a mi amiga, el reloj de la plaza que hemos visto hoy, mira, lee: “Cuenta la leyenda que a los dos artífices del famoso reloj de San Marcos, con sus intricados mecanismos zodiacales, se les sacaron los ojos por orden oficial”.

Si es cierto que en Venecia no son necesarias las palabras, también es cierto, que no se ven los lugares del mismo modo si se saben las historias que esconden detrás. Sentarse en una plaza y al placer de mirar, sumarle el de rememorar con la imaginación las cosas allí vividas en tiempo atrás, es sumarle al natural disfrute, otro goce más. Aumentar nuestra capacidad de evocación es quizás uno de los placeres de conocer la historia.

Un nativo veneciano me contó un día la historia de amor y dolor representada en una columna del Palazzo Ducale. Me hizo ilusión reencontrarme con la leyenda entre las páginas del libro. Una columna aparentemente igual a las que tiene a su alrededor puede contener algo mágico que la diferencie. Lo mismo ocurre en la literatura, y en la vida. Detalles que nos hacen amar libros, lugares, personas. Hay muchos modos de ver la misma cosa.

Realmente aún no he apurado del todo mi libro, aún me quedan algunas páginas para terminarlo. Esta lectura ha tenido la capacidad de quedarse conmigo en el momento en que los hechos ya son sólo recuerdos. Es totalmente cierto aquello que dijo alguien una vez de que uno no puede sentirse sólo cuando está acompañado de un libro. Es una auténtica suerte conocer el placer de la lectura. Demasiada gente desconoce que algo que está tan al alcance de nosotros es capaz de regalarte tantos tesoros. Incluso en estos días azules de lluvias y melancolía, he logrado habitar en la alegría, y todo, gracias a un libro y a una lectura.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué estupendo saber que un libro regalado se ha convertido en unas cuantas horas de residencia en la alegría!

hatoros dijo...

ME EXTASIAS.ME INUNDAS DE PLACER OLVIDADO.
GRACIAS POR HACERLO.