Aún tenía sueño mientras subía las escaleras hasta la tercera planta donde estaba el aula. En el descansillo alguien le había dicho: “Buenos días, profesor”. Con las mismas palabras, de manera automática, contestó al saludo sin detenerse a mirar quién era la persona con la que intercambiaba las primeras palabras pronunciadas en voz alta esa mañana.
Llevaba cerca de dos horas levantado pero aún sentía que se le cerraban los ojos. Una ducha rápida con agua no muy caliente. Recoger los periódicos y desayunar mientras hacía una primera lectura, como llevaba haciendo metódicamente desde hacía treinta años, antes de coger el coche y conducir camino de la Universidad mientras escuchaba las noticias en la radio. Los mismos treinta años que llevaba suscrito a esos tres periódicos de ideologías diversas, como si eso importara. Eso es lo que se supone llevaba treinta años enseñando a sus alumnos: a no fiarse de una sola visión, a desarrollar una opinión crítica del mundo, a pensar por sí mismos. A veces salía contento de sus clases, como si hubiese recibido de mano de un alumno al que le doblaba la edad, una bocanada de aire fresco. Aunque no era esa la situación predominante.
Era un profesor universitario de renombre, respetado, venerado, y, probablemente, querido.
Cuando entro en el aula, había sólo una veintena de alumnos. Aún faltaban unos diez minutos para el inicio de la lección. Extendió los periódicos sobre la mesa, colocó un par de libros, sacó de la carpeta folios con apuntes, textos… y algunas cosas más, todo ordenado. Los asientos iban siendo ocupados, el rumor de voces iba cesando. Miraba a los alumnos con disimulo, con distancia.
Años dando clases magistrales. Sabía el respeto que despertaba entre los asistentes. No era un profesor cercano. Los alumnos le hablaban de usted y le consideraban un erudito. Le hablaban de usted, como si eso tuviese algún valor. Algunos se ponían nerviosos ante él, otros sentían orgullo de recibir clases de tal eminencia.
El silencio ganó todas las batallas frente al revuelo de alumnos. Lo miraban, esta vez ellos a él, detenidamente, expectantes.
Dos segundos antes de dirigirse al aula, a su masa, dudó.
Dudó si hablar o callar. Dudó que tuviese algún sentido lo que iba a contar. Dudó que le interesara no a ellos, sino a él mismo.
Fueron dos segundos de dubitación y de miedo. De asombro, de querer estar en otro lugar, de no sentirse nadie.
Dos largos segundos de terror y de angustia, en los que se sintió un pequeño punto en el momento de ser devorado por una inmensa mancha.
Ningún alumno captó en su mirada ni en su cuerpo nada extraño. Nadie se dio cuenta de aquellas sensaciones. Fueron dos segundos que no existieron para sus alumnos.
Durante dos segundos, sintió que sólo quería dormir, que hoy no estaba preparado para enfrentarse al mundo.
Fueron sus dos segundos de flaqueza.
Después, comenzó su clase.
Llevaba cerca de dos horas levantado pero aún sentía que se le cerraban los ojos. Una ducha rápida con agua no muy caliente. Recoger los periódicos y desayunar mientras hacía una primera lectura, como llevaba haciendo metódicamente desde hacía treinta años, antes de coger el coche y conducir camino de la Universidad mientras escuchaba las noticias en la radio. Los mismos treinta años que llevaba suscrito a esos tres periódicos de ideologías diversas, como si eso importara. Eso es lo que se supone llevaba treinta años enseñando a sus alumnos: a no fiarse de una sola visión, a desarrollar una opinión crítica del mundo, a pensar por sí mismos. A veces salía contento de sus clases, como si hubiese recibido de mano de un alumno al que le doblaba la edad, una bocanada de aire fresco. Aunque no era esa la situación predominante.
Era un profesor universitario de renombre, respetado, venerado, y, probablemente, querido.
Cuando entro en el aula, había sólo una veintena de alumnos. Aún faltaban unos diez minutos para el inicio de la lección. Extendió los periódicos sobre la mesa, colocó un par de libros, sacó de la carpeta folios con apuntes, textos… y algunas cosas más, todo ordenado. Los asientos iban siendo ocupados, el rumor de voces iba cesando. Miraba a los alumnos con disimulo, con distancia.
Años dando clases magistrales. Sabía el respeto que despertaba entre los asistentes. No era un profesor cercano. Los alumnos le hablaban de usted y le consideraban un erudito. Le hablaban de usted, como si eso tuviese algún valor. Algunos se ponían nerviosos ante él, otros sentían orgullo de recibir clases de tal eminencia.
El silencio ganó todas las batallas frente al revuelo de alumnos. Lo miraban, esta vez ellos a él, detenidamente, expectantes.
Dos segundos antes de dirigirse al aula, a su masa, dudó.
Dudó si hablar o callar. Dudó que tuviese algún sentido lo que iba a contar. Dudó que le interesara no a ellos, sino a él mismo.
Fueron dos segundos de dubitación y de miedo. De asombro, de querer estar en otro lugar, de no sentirse nadie.
Dos largos segundos de terror y de angustia, en los que se sintió un pequeño punto en el momento de ser devorado por una inmensa mancha.
Ningún alumno captó en su mirada ni en su cuerpo nada extraño. Nadie se dio cuenta de aquellas sensaciones. Fueron dos segundos que no existieron para sus alumnos.
Durante dos segundos, sintió que sólo quería dormir, que hoy no estaba preparado para enfrentarse al mundo.
Fueron sus dos segundos de flaqueza.
Después, comenzó su clase.
1 comentario:
ME GUSTA. ME RECUERDA A JUAN RITTER,DEL QUE ESCRIBIRÉ.
GRACIAS POR HABERME HECHO RECORDARLE.
ABARAZO GRANDE POR HACERLO
Y TAN BIEN BONITO
Publicar un comentario