Cincuenta años. Cuentan que en Toledo hay una iglesia que esconde en ella unas salas de tal valor, que tan sólo la abren al público una vez cada cincuenta años. Ésta es una de esas historias que corren cuesta arriba, cuesta abajo por las estrechas calles toledanas. Era la tercer vez que visitaba Toledo y lo hice acompañando a un grupo de ribereños (o arancetanos, de Aranjuez) en una visita programada en la que una guía madrileña enamorada de Toledo (¡y a la que no le gusta Roma!) nos explicó los secretos (a voces) de la ciudad de las tres culturas, desde los más trascendentes de las callejuelas toledanas hasta la peluquería a la que va la hermana de la princesita.
Toledo huele a Mazapán desde que en épocas de hambruna, las monjas de San Clemente hicieran “mazacotes” de pan para paliar el hambre, es decir, mazapanes. Pero más que por su gastronomía, Toledo es importante por ser la ciudad de España donde se logró una mayor tolerancia religiosa, y donde hoy en día se concentran más iglesias. Iglesias, sinagogas, mezquitas… Toledo supo, en su día, combinar culturas y religiones: judíos, cristianos y musulmanes convivieron apaciblemente aumentando la riqueza cultural y económica de la ciudad, hasta que Isabel la Católica los expulsó en 1492. Con su salida se esfumó de la ciudad su esplendor. En recuerdo de aquellos años, muchos sefarditas, descendientes de aquellos judíos expulsados, continúan conservando la llave de esas casas que tuvieron que abandonar.
De las once sinagogas que llegó a haber, hoy tan sólo queda una: la Sinagoga del Tránsito, convertida en símbolo artístico de Toledo. Los judíos huían de los adornos cristianos, “meditación y rezo”, proponían. Pero una sinagoga construida y financiada por judíos, diseñada por musulmanes (imitando a la Mezquita de Marruecos) y en una época dominada por el reinado cristiano, no podía construirse como una sinagoga convencional. Para empezar prescindió de esa planta superior desde la que las mujeres rezaban, aquí ambos sexos permanecían en una única planta baja, eso sí, separados por un velo blanco: ellos en la zona interior, y ellas, en la exterior. Cuando los cristianos se quedaron solos, comenzaron a destruir todos los edificios pertenecientes a otras religiones. Sin embargo, fueron incapaces de destruir esta sinagoga, les pareció de tal belleza que era un precio demasiado alto a pagar, así que decidieron tirar únicamente el muro de Torá, y crear en su lugar, un Altar Mayor.
Árabe, hebreo, castellano y latín. Así fue Toledo, y algo queda. La propia catedral de la ciudad, la Catedral de Santa María, es muestra de ello, varios estilos, varias épocas conjugadas en un solo edificio. Doscientos años pasaron entre la construcción de una torre y de la otra, 192 metros de torre gótica con influencia mudéjar que se alza hacia el cielo en busca de Dios, frente a una torre campanario de estilo renacentista. Otra de las leyendas toledanas impulsa la historia de ese campanario: la campana de Toledo tan sólo ha sonado una vez. La leyenda, amparándose en la magia, cuenta que su sonido fue tan potente que los cristales de toda la catedral estallaron. La historia lo achaca a que la campana fraguó mal. Pero la leyenda permitió no cortar cabezas.
El mismo río Tajo que habíamos abandonado en Aranjuez, nos había dado la bienvenida en Toledo, bordea a la ciudad en un 75% de su territorio, y de él se extraen la arena, la arcilla y el agua con los que se hacen el clásico mudéjar toledano. Los exteriores de la ciudad regalan muy buenas vistas, y coronando las muchas colinas se encuentran las “cigarreras”, caserones pertenecientes a la clase alta de la ciudad.
A pesar de los turistas, la ciudad es silenciosa y mística. No extraña el hermetismo de los toledanos actuales, heredado de unos antecedentes de extremo celo de la intimidad. Las casas toledanas antiguas tienen un característico patio, similar al patio sevillano. La vida en los patios, a puerta cerrada, constituía una vida familiar ajena a la vida en la ciudad. En los patios se plantaban árboles que iban creciendo siendo testigos del paso de los niños a hombres. A medida que las familias iban aumentando, a las casas se le iban añadiendo plantas. Los árboles del patio se asomaban al exterior por las ventanas de las plantas superiores, por eso, cuando el árbol necesitaba una poda, el dueño de la casa debía avisar a los vecinos por medio del envío de una carta, no fuese a ser que al subirse al árbol, uno se inmiscuyera en la vida del vecino, contemplada a través de la ventana. Hasta tal punto llegaba ese recelo ante la intimidad que nunca un portón se colocaba en frene de otro, si no que se alteraban pares e impares para que nunca se situaran las puertas frente a frente.
En muchas de esas puertas se ven aún las gateras, aunque ya chapadas. Los gatos eran una necesidad para matar a los ratones; con los años, esas gateras se convirtieron en el acceso a las casas para los ladrones. Y sin gatos o con ellos, aún hoy los toledanos arrastran sus problemas con la limpieza. Actualmente, no hay un solo contenedor de basura en la ciudad. Los ciudadanos pueden sacar a la calle sus basuras entre las nueve y las once de la noche. Y si a esa hora no está, o no puede sacarla, sólo le queda acumular desperdicios.
Cerca de la calle del Diablo (llamada así porque tras subir su empinada cuesta, uno tan sólo podía decir “¡Diablos!”) se encuentra la Posada de la Hermandad. La Guardia Real de Isabel la Católica, antecedente de la Guardia Civil actual, residía allí, y eran famosos por llegar siempre tarde a los hechos… “A buenas horas, mangas verdes”, y así nació el refrán. Hoy en día es una Escuela de Teatro; música y teatro conservan aún, una fuerte tradición en Toledo.
La visita terminó quedándonos pendientes de ver muchos rincones toledanos, entre ellos, el Alcázar, la Casa de El Greco o la Iglesia de Santo Tomé, donde se encuentra su característico cuadro El entierro del Conde Orgaz. Eso sí, antes de regresar nos despedimos de San Cristóbal.
San Cristóbal, patrón de los conductores y de los viajeros, está colocado en la puerta de algunas iglesias toledanas (también de algunas sevillanas). Cuando los feligreses no tenían tiempo para entrar a escuchar la misa, se conformaban con acercarse a la puerta y mirar a los ojos del patrón. Y es que cuenta la leyenda que si miras a los ojos de San Cristóbal no te puedes morir en los tres días sucesivos. Así que habrá que visitar Toledo aunque sea por, cubriéndonos las espaldas, garantizarnos la vida… por tres días más.
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