Es probable que, como decían ayer, de Tánger quede más la evocación amparada en pasos y letras que el espíritu real de una ciudad preciosa pero que se cae a pedazos entre rencillas y hurtos. Pero no importa si el Tánger por el que transitó el periodista Alfonso Armada hace ¿treinta años? nada tiene ya que ver con ese Tánger que a mí me ha emocionado recorrer estos tres últimos años. (Así lo buscaba yo, ilusa, en 2011, recién llegada a Ceuta, mucho antes de adentrarme realmente en esa ciudad: En busca de las leyendas de Tánger).
Pero no importa esa disincronía; en primer lugar porque es cierto que la imaginación es poderosa y que si uno quiere ver a Juanita Narboni y a Paul Bowles en Tánger, aunque de ellos ya no quede nada, puede verlos. Y dos, porque el amor (el amor no consumado), del que nacen estos poemas, es suficiente para soñar una ciudad en ruinas y hacerla levantarse de su propio polvo... Igual que aquella pensión tangerina en la que García Lorca y Margarita Xirgú vivieron jornadas de esplendor y en la que ahora sólo queda saltarte una tapia y soñar con que sus almas deambulan por las ruinas de un edificio anclado en cimientos y basura. Pero esa es otra historia…
Así, con esa imagen que se ramifica (pretendiéndolo) entre la de niño bueno, con gafas redondas y pinta de estudioso, y la de niño malo, picante, provocativo y divertido, con ese impulso de tímido que exagera, no es difícil imaginarse a un Alfonso Armada veinteañero, melancólico pero apasionado, eufórico tras aprobar (a la cuarta) el acceso a la Resad, combinado con la idea romántica del amor que quizá (o no) solo se tenga antes de cumplir los treinta. No es difícil imaginárselo anclado a una cabina de teléfonos, de esas que ya no existen, comunicándole a una amada apática que Tánger les espera como lugar de celebración y gozo. No es difícil imaginárselo (no) aún aunque esos hechos, contados ayer por él mismo, fueran pura invención suya.
Dice que al poemario le llamó Fracaso de Tánger (Valparaíso Ediciones) porque ese Tánger soñado, culmen de amores imaginados, se convirtió en el emblema de un "plantón", de un abandono de quien nunca le tuvo, de un adiós que llegó antes del hola. Tampoco es difícil imaginárselo con treinta años menos recorriendo pensiones, baños, camas norteafricanas y mirándose a un espejo (el propio libro, en su diseño, es un original espejo homenaje a la escritura árabe y a sus recuerdos de infancia en carboncillo) de remates bohemios falsos en el que no se encontraba. Es cierto y algunos de sus poemas (que treinta años después no ha editado, ha conservado vírgenes, si no perdería sentido) no superan bien el paso del tiempo y chirrían un poco como cuando uno ve una serie de los Ochenta y piensa “con lo buena que fue en su momento…”. Pero otros, la mayoría, son sin embargo magistrales y te llevan desde la primera línea al cafetín del zoco chico, a las calles de intercambios culturales, a los cañones que dan a la mar (que no siempre es el morir).

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