sábado, 7 de noviembre de 2009

Y desapareció





No recordaba si aquellos ojos, en los que tan reflejado se sintió, le decían algo. O no quiso recordarlo cuando al mirarlos sólo halló indiferencia.
El corazón le latía cada vez más deprisa, la presión se le bajaba al estómago. No podía controlar el estado de nervios e inseguridad que le provocaba su presencia, ya fuera física o simplemente evocativa.
Incontrolables, numerosos instantes compartidos se le amontonaron en la cabeza en una secuencia que podría ser descrita de mil formas, excepto lineal.
Intentó hablar, pero no eran palabras lo que bajo aquella mezcla de sonidos, frialdad y entonación salieron de su boca.
No es que se rindiera. Tampoco que lo diese todo por perdido. Pero llevaba meses intentando hacer razonamientos y la lógica le había dado ya demasiados esquinazos.
Intentó sentir odio y rencor, culpar. Quiso así paliar la angustia. Pero sólo, y a pesar de todo, era capaz de sentir amor.
Volvió a encontrarse en el momento último: en el coche en el que las promesas presentían –antes de que ellos fueran conscientes– el final. Le ahogaban las sentencias que nunca se cumplieron, los reproches dibujados con tizas de colores, la ingenuidad en duelo, la irremediable y dolorosa pérdida.
Y continuó: El último balance, el olor tendido en la azotea, las cartas que nunca se mandaron, el libro interrumpido, la confianza ciega, los errores, las consecuencias imperdonables, los sueños que, eternamente, se quedaron dormidos.

Quiso decir: “te echo de menos”. Confesarle: “siento si te hice daño”. Recordarle: “me importas mucho”, “no olvides nunca que lo vivido, sí fue real”. Palabras, hechos…“te quiero”.
Pero no dijo nada.
Supo entonces que el cariño, que la noche, que el agradecimiento, que el aprendizaje, que el tiempo que muere en el pequeño reloj de arena, que los secretos y la fidelidad, que la comprensión y la paciencia, que la ternura, que precisamente eso, el amor, el amor en su expresión más amplia y más sincera, le acompañarían por el resto de su vida.
Le entraron ganas de compartir las pequeñas cosas, las tonterías: el “me encontré ayer con tal y cual”, o el “leí aquel libro que me habías dicho que me gustaría”, un simple “me hice de cena aquello”, o decirle tan sólo… “puse la radio y estaban hablando de nosotros”... Pero calló. No volvería a susurrar “te espero en nuestros lugares comunes”. Supo también que el haber compartido todo le obligaba ya, por siempre, a hacer solo el camino.
Alguien le dijo entonces: “se perderá tu vida”, y él pensó: “y yo me perderé la suya”.
Y supo, del mismo modo, que, irremediablemente, había llegado el momento. Y así lo hizo. Y desapareció.

2 comentarios:

Multe dijo...

Al leer esto he oído la banda sonora que le vendría como anillo al dedo. Ismael Serrano, ¿adivinas cuál? :)

hatoros dijo...

DEBERÍA DEDICARTE OTRA ENTRADA JODIA AMIGA PORQUE TE LO MRECES Y ME RECUERDAS COSAS OLVIDADAS Y EN SERIO QUE TE INVITAMOS A COMER LOS CUATRO TE JURO DAME UN AVISO CUANDO QUIERAS
BESOSABARAZAOS