Llegué a ‘Los 80 son nuestros’ emocionada con la idea de
poder ver sobre el escenario a Lydia Bosch hace casi 25 años. Además, te cautivan desde la primera palabra Amparo Larrañaga y Luis Merlo que ya siendo unos veinteañeros con cara de niños apuntaban maneras de grandes. Pero si hay algo que me ha tocado es la obra en sí
–por otro lado, como suele ocurrir con los textos de Ana Diosdado–, una
historia que habla de la juventud, de los jóvenes de hace casi tres décadas
pero sin perder apenas un ápice de actualidad, un texto dramático que visto con los ojos de hoy en día no puede dejarte indiferente.
Ha cambiado el lenguaje –la jerga– y las drogas, probablemente, más tecnológicas
en la actualidad, y ha cambiado el vestuario y la puesta en escena, pero la
esencia, el discurso –como en cualquier historia de una escalera– sigue siendo
la misma. La generación perdida a prueba de balas, la desesperanza ante la
inactividad social.
Parásitos de la sociedad en los que nos hemos convertido,
convencidos de que la realidad es inamovible, quejicas desencantados –y con razón–
porque no nos han dado la oportunidad de la que nos hablaron. La contracultura.
Una juventud agriada y cada vez más vieja. ¿Hasta que edad se es joven? El
desencanto versus la necesidad de ser partícipes del cambio, del ansiado cambio
en el que no sabemos ya si creemos. ‘Los 80 son nuestros’ me ha parecido una
obra magistral.
- Yo solo digo que somos privilegiados.
- ¿Privilegiados por qué? ¿Porque comemos caliente y nos
enseñan trucos para escalar puestos? ¿Y si no nos gustan los puestos por los
que nos hacen escalar? ¿ Y si no nos basta con comer caliente para tener ilusión
por la vida? Para creer que esa mierda de vida merezca la pena. Y si cada
mañana nos cuesta un trabajo espantoso levantarnos porque no sabemos a dónde
nos llevan ni por qué nos llevan ni si vale la pena ir.
(Y ver a Lydia, por supuesto, es siempre un placer)
No hay comentarios:
Publicar un comentario