miércoles, 16 de diciembre de 2009

Tienes una historia que contar

"Tienes una historia que contar" es un concurso de periodismo intergeracional, que nace como proyecto comunicativo con el objetivo de fomentar el diálogo entre dos generaciones, los mayores y los jóvenes.
Es un proyecto de la Obra Social de Caixa Catalunya, dirigido y gestionado por la Unión Democrática de Pensionistas y Jubilados de España, e ideado y desarrollado por Esto es Vida.
Los finalistas, que se han dado a conocer estos días, son:

1º premio: "El secreto de la Marquesa" (Daniel Blanco). Ángeles de los Santos, 74 años. Sevilla.
2º Premio: "Cartas a mi madrina de guerra" (Jorge Rábanos). Cándido Moyano Martínez, 90 años. Logroño.
3º Premio: "Recordando los detalles" (Ferrán Martínez). Frederic Ninot Piqué, 86 años. Barcelona.
4º Premio: "La historia de una maestra con mucho que aprender" (Francisco Javier García). María Berruezo Castillo, 71 años. Murcia
5º premio: "Juegos de guerra". (Marta Miquel Baldellou). Pepita Labrador Ribes, 82 años. Lleida.
6º premio: "Réquiem por un aviador". (Rubén Pulido). Luisa Paniagua Zazo, 100 años. Madrid.

A continuación, la historia de Juan Pascual Pascual de 84 años, al que entrevisté en Villaverde.


Juan dice que no tiene sueños. “Ya soy demasiado mayor”, suspira con resignación. Pero tras sus ojos brillantes, incluso más allá de la sabiduría, resplandecen los sueños ocultos. Es entonces cuando, con la inocencia propia de un niño que se sabe importante por tener un secreto escondido, se acerca y dice: “Yo creo que a veces le he dicho a la gente que mi sueño es viajar a Roma, pero -añade bajando la voz- la verdad es que lo que me encantaría es que me pusieran una habitación con instrumentos donde poder tocar”. Y entonces, cambia de tema como quien tiene algo de lo que avergonzarse.
Juan Pascual Pascual tiene 84 años y la vitalidad propia de un joven de 20, “o hasta más que algunos”, matiza. “Mi secreto es querer siempre aprender”, asegura con firmeza. Hace unos meses decidió que le gustaría tocar un instrumento y, poniéndose el “nunca es tarde” por bandera, comenzó a dar clases para aprender a tocar el órgano en el centro de la tercera edad La Platanera de Villaverde, en Madrid, en el que pasa la mayor parte de su tiempo. “Mi mujer y yo vivimos solos, así que nos venimos aquí a pasar el día, comemos aquí, jugamos a las cartas y podemos apuntarnos a cursos”, explica Juan...

La cita es en el centro, y Juan espera impaciente y agitado después de varios cambios en el horario del primer encuentro. Se presenta, y, asumiendo él, el rol de periodista paternalista, empieza a preguntar por mis estudios. Se le nota nervioso. Aún no sé que está esperando ansiosamente el momento adecuado para contar su secreto: “he hecho algo que no hace nadie, -dice misterioso como un crío- te traigo escrita mi experiencia en un papel para facilitarte las cosas”, y me entrega un sobre con dos copias donde ha escrito la experiencia que quiere contar.
“Por medio de instancia dirigida al ministerio de Marina, ingresé como voluntario marinero en el cuartel de El Ferrol (A Coruña), el día 1 de enero de 1942…”, comienza su historia en un tono solemne. Juan relata una de sus aventuras en la Marina, la narración de un joven marinero que se cae al mar en una de sus maniobras.
Toda su familia vivió entre agua y cielo, por eso no es extraño que también él acabase en la Marina, antes de pasar a ser secretario del ayuntamiento de un pueblo de Madrid. Ésta que cuenta es una anécdota de aquellos años. Luego vendrán otras, todas de unos tiempos de juventud e imprudencias, cuando la vida era más peligrosa. Una época de la que, sin embargo, no le gusta hablar. No es un hombre que aluda al pasado con facilidad, “el 18 de julio del 36, a mi padre le pilló la guerra trabajando de Guardia Civil, pero de eso no quiero hablar, a mí me interesa más el presente”, se justifica. “Pero, ¿a que a nadie se le ha ocurrido llevarte la historia escrita?”, pregunta, con orgullo y sin esperar a escuchar una respuesta, para cambiar de tema.
Sin embargo, otras veces, el Juan agitado se serena y, ensimismándose en un interior que sólo a él le pertenece, alude a algún momento del pasado, incluso al de aquellos años de posguerra que le recuerdan a su familia. Se lamenta del presente, pero no critica que entre los padres y los hijos se vaya perdiendo el respeto, “se va perdiendo el cariño”, dice con ternura rememorando a su familia. “Si hay algo que no se me olvida, es cuando le di el último beso a mi hermana de 11 años, que se murió tras quedarse encogida por un proyectil…, ni sus ojos”, recuerda emocionado.
Durante la conversación, a veces se queda mirando a esa nada que es todo, y entonces, asumiendo nuevamente un rol paternalista, es él quien cambia el clima entristecido al que está llegando la conversación, y en un brote de entusiasmo, dice que lo más importante es ser feliz, “y para ello, hay que ser curioso y saber cosas”, añade. Reconoce que aunque su trabajo le gustaba, de volver a vivir, se hubiese metido en el seminario.
“No por ser cura”, se apresura a matizar, “yo sólo creo que hay Dios porque es lo que me han enseñado; sino porque los seminaristas son los que más estudian, después lo hubiese dejado, pero primero hubiese aprendido mucho”.
Es entonces cuando se acuerda de una de sus últimas desilusiones. Juan empezó a dar clases de alfabetización a otros ancianos del centro: “empecé motivado pero la gente no venía, me decían, pero Juan, ¿yo para qué quiero aprender a leer a mi edad? y dejaban de venir. Al final, me desesperé, no conseguí que se aprendieran ni todas las letras del abecedario… y así, no”. Se queda pensativo, y luego, entre lamentación y suspiro, dice: “¡Ay, con lo bonito que es estudiar! Yo cogía el diccionario y me lo leía entero”. Después, vuelve a quedarse un poco triste. Pero la melancolía es fugaz y la música invade la sala. Juan toca algunas piezas en su teclado, y su improvisada actuación le pone feliz.
A las tres piezas, llaman a la puerta de la sala donde estamos reunidos, es su esposa, le dice que ya es hora de que se vayan a comer. Juan, galante, me la presenta, previamente ha estado enseñándome fotos de ella y de su familia. Me la presenta con serenidad y con esa indiferencia tan característica, a veces, en las personas que consideran que ya han visto demasiado como para sorprenderse. Pero es una falsa indiferencia, mientras los veo alejarse pienso si su mujer sabrá los ojos ilusionados que ha puesto Juan hace unos minutos, cuando, después de 60 años de matrimonio, ha estado hablando de ella. “Y además, no hay mujer en el mundo más organizada y más economista que ella”, había añadido finalmente orgulloso. 


Lo importante de la vida
“Yo no tengo disgustos”, suelta Juan Pascual en medio de una de nuestras conversaciones. Le he preguntado si cambiaría algo de su vida, qué es lo que ha aprendido a lo largo de estos años, con qué se queda… Tras mirarme un rato, no como reflexionando su respuesta, sino más bien como pensando en que eso, es una pregunta ingenua que sólo un joven puede hacerse, ya que la vida no se puede explicar así de fácil, me responde: “Eso es lo importante en la vida, no tener disgustos, ser feliz”, y al final, añadiendo una sonrisa en forma de consejo, sentencia: “y tú, búscate un trabajo fijo”.
Juan es bisabuelo, y asegura que eso significa haber vivido ya lo suficiente como para comprender que, para conseguir esa felicidad, hay que saber, estar aprendiendo constantemente. “A mí me decía la gente: Juan, yo ya sé bastante con lo que sé. A mí me daban pena, nunca se sabe suficiente”, anota. Juan repetirá durante nuestras conversaciones que hay que tener interés por las cosas, que es esa motivación la que le dota de sentido a la vida. “A mí de pequeño me gustaban las matemáticas, la geografía y la geometría”, recuerda, “pero la historia no, esa ya la viví en persona”, dice como el que no quiere recordar un pasado que todavía le es doloroso. “Pero aún así, hay que aprender de todo”, añade justificándose. “Por ejemplo, hay que saber estar, no hay que ser bruto”, señala. Antes de despedirse, y cómo queriéndome dejar claro que siempre hay que estar activo, me dice que ahora se está leyendo un libro sobre Leonardo da Vinci. El tono despierto de su comentario lo retrata.

2 comentarios:

Jorge Rábanos dijo...

Hola:
Soy Jorge Rábanos, el segundo ganador. Un placer haber leido tu relato.

La verdad es que el concurso ha sido una maravilla, no por haber ganado, sino por haber participado.
Cuando me apunté no pensaba en ganar y la ilusión era la misma, mucha.

Lo dicho, que un placer haber leido tu relato.
Un saludo y gracias.

Patricia Gardeu dijo...

Enhorabuena Jorge!!