Las habitaciones vacías son una mentira. Parece que nada hubo cuando siempre hay algo. Las paredes desconchadas quedan al descubierto sin poder ya refugiarse en las fotos y los pósters. Manchones de los roces de la vida. Pequeños agujeros, casi invisibles, reflejo último de los sueños que sujetaron. Una tanda innumerable de maletas y bultos amontonados en el pasillo y un coche a punto. Atrás, un armario donde pone “Estoy condenado”, y la añoranza presentida de las conversaciones telefónicas debajo del, aunque fuese verano, edredón. Y así llegaremos al 2010, o eso se presupone, estrenando casa, entre otras cosas. Recuperado pasado y perdiendo eternidad.
Una papelera roja, una cafetera. Un paraguas, un albornoz azul. Una lámpara negra, una mochila verde aullando por la paz. Unos altavoces, una bandeja de madera que se cae a cachos. Un edredón de soles y de estrellas, muchas chinchetas.
La Navidad ausente, dejándome adoptar. Brindar con los amigos, tal vez, con mistela. Intriga. Animales. Propósitos de año viejo. Deseos de romper promesas. Ojalá. Bombardeos. Belenes vivientes y turrón de chocolate. Y, a pesar de todo, sonreír. Y echar ganas. Y volver a partir.
Y termino la mudanza. Y dejo mis cosas en esa habitación desconocida hasta después de Reyes. Cuando llegue a casa, dormiré en la habitación de las paredes naranjas, entre el vacío, por última vez. Y mañana, conduciré hasta Huelva. Pero eso será mañana. Hoy, después de cenar con mis primas en su pueblo-ciudad, acabo mi domingo de mudanza dándo vueltas entre las rotondas de alfarería, buscando la A5 dirección Madrid. Y aunque me sepa el camino... y aunque lo haya hecho tantas otras veces... igualmente perdida.
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