Medianoche. Como Cenicienta. Realmente es un poco más tarde. Un beso de buenas noches. Y hasta mañana, amigos. Los que lo son, y los que lo aparentan. Una voz conocida al otro lado del teléfono. Hasta pronto, hasta la próxima.
La calle está desierta. Nada que ver con la atosigada tarde de carrozas y gnomos y caramelos. Y esa niña que no paraba de reír a los hombros de su padre, contagiosa risa.
La luz de la luna se refleja en el mar que se asoma a las ventanas de mi coche mientras lo conduzco camino a casa. Los niños duermen. Todos los niños duermen.
El silencio sólo es molestado por el ruido que hace algún coche despistado que se me cruza entre los árboles. Ladridos a la llegada a casa. Uno que no ladra me espera ansioso, dormita en su cojín verde. Verde como la enredadera que sube cada día más por las rejas de mi ventana.
Enredaderas, cactus y un montón de flores de colores. He estado jugando con una tigresa llamada
Zafira. Es cierto.
Los cactus me persiguen, púas de desarraigo. Los dejo sobre el poyete blanco de la ventana. Dicen que los cactus dentro de la casa atraen males pero colocados en los ventanales los alejan. Naranja la habitación. Todos duermen ya también aquí.
Me descalzo. Hace mucho que no dejo zapatos para que le echen caramelos. Botas altas marrones, zapatillas de deporte rojas, y las de montar en bici, en gris, las chanclas de la playa, los zapatitos morados, y los botines también rojos de las acampadas.
El reloj de la mesilla de noche marcando el transcurrir del día, y de la noche.
Fin de fiestas. Mañana haremos kilómetros cuesta arriba. Que interminables agonías, qué navidades más ácidas, cuánta tristeza, que miedo volver ahora sola, desnuda, vacía.
Cuánto aprendizaje, qué Navidades más sabias. Qué difícil, qué duro es aprender, crecer.
Leo las dos últimas páginas de un libro antiguo.
Los muros que se alzan, los que derrumbamos, lo que escondemos en cada hemisferio.
He leído y he escrito. He esperado con miedo. No he estudiado nada.
Definitivamente, apago la luz. Subiré, despierta, de nuevo, a esa ciudad de encuentros y anhelos, la idealizada en una adolescencia entre bambalinas, la desconcertante ahora.
El edredón me quita el frío, aquí dentro, arropada, todo es más fácil. Duermo. Buenas noches.
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