La decepción también te desvela el sueño. Cuando las expectativas mueren tras chocar con el muro de contención que alza la realidad, el golpe es duro. Nos dijeron que esperáramos, que lo imposible sólo tardaba un poco más. Era mentira. El tiempo pasa para recriminarte que las miras demasiado altas, al final, sólo producen vértigo. La vida se desmorona. Al mundo le golpean duras tempestades. Una crisis mundial que asola deja impotentes a, sólo en España, cinco millones de parados a los que se les niega el autodesarrollo personal. Jóvenes al borde del suicidio ideológico. La desmotivación asola.
No difiere demasiado de esa generación confusa de personas de cincuenta, a los que la vida no les ha devuelto todo aquello que fueron entregando a medida que la transitaban. Probablemente, ni siquiera una parte representativa de lo que entregaron, de lo que fueron perdiendo por el camino agarrándose a un montón de ilusiones que resultaron ser espejismos. Elegimos la salida equivocada y ahora, en plena oscuridad, ni siquiera nuestra propia sombra nos acompaña.
Cuando la decepción llega de tú a tú duele el alma. Automarginándonos de un mundo que no nos comprende, elegimos –aún nos quedaba eso, la capacidad de decisión–, y en esa elección ponemos corazón y cabeza, ponemos entrañas. La decepción no llega anunciada con grandes carteles. Basta con un gesto, con una palabra equivocada que te desvela la falta de confianza, la falsedad de cualquier aparente previa muestra de cariño. No es orgullo, es miedo.
Decepción final ante ti mismo, porque el optimismo que te caracteriza ha sido una pistola de juguete contra un entorno que te dispara a cañonazos.
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