El caos dejó de ser ese desorden de jugadas amistosas para convertirse en un asesino a sueldo. Allá, Berlusconi dimite, pero no lo hace por la fuerza de un pueblo que grita al unísono, sino por la venganza del poder y la mano hambrienta de la economía. Acá, la política se convierte en entrecomillados constantes y almas que sólo se dejan ver cuando les ilumina el mar.
Nada importa, porque lo que queda son los vasos rotos que ya no tienen arreglo tras la discusión, el día a día contaminado. Las lágrimas derrochadas en las sábanas sólo auguran el dolor de cabeza posterior a la llantina. Se hace insoportable el transcurrir diario de un mundo que se devora a sí mismo, una ciudad que se atraganta con sus propios escupitajos.
El sonido y el ruido de cada pesadilla. ¿Y si lo que pensabas que merecía la pena era sólo un cuento chino para no caer al precipicio? Cuando dejamos de creer en lo que hacemos, se rompe la red que nos separa del vacío. El compromiso lo cambiamos por la velocidad, la pasión por una batalla inútil en la que nos supimos perdedores el día que dejamos de empuñar las armas bajo la presión de las amenazas. A la sinceridad se la engulló el orgullo, los nervios, la precariedad, el miedo, la saturación, la rabia contenida, la decepción, la tristeza. Las risas robadas al tiempo, las preguntas sin respuesta, la injusticia. Se achicaron las almas porque se las fue comiendo el miedo. Hacer frente a las constantes decisiones. Que los enfados te impidan hablar, que la desconfianza pese más que los abrazos, que el silencio pueda más que la autenticidad, que el caos te impida entender el mundo. No el de allá, sino más bien el de acá.
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