Si uno se decide un día a salir de España y pasa una temporada en Francia, pongo por caso, la cosa no es nada grave. Si, después de haber pasado una temporada en Francia, uno resuelve pasar otra temporada en Inglaterra, la cosa tampoco es grave todavía. Pero si, luego de haber vivido en Francia e Inglaterra, uno se establece en Alemania, por ejemplo, la cosa ya comienza a ser grave. Y si al salir de Alemania se va uno a Italia, a Rusia, a los Estados Unidos o a cualquier otra parte, entonces la gravedad sube de punto y uno pasa a la categoría de incurable.
En esto de los países existe también la manía del coleccionista. Cuando uno ha visto cuatro o cinco, se considera ya con una buena base para formar colección, y durante el resto de sus días no le será posible vivr tranquilo en rincón alguno. Un día un señor cualquiera le hablará de Biskra.
- ¿No ha estado usted nunca en Biskra?
- ¡No! –contestará uno humildemente.
Y acto continuo comenzará a pensar que mientras no haga un viaje a Biskra su colección de países no tendrá nada de extraordinario.
Otro día le hablarán del Tibet.
- ¡Hombre! ¡El Tibet! –se dirá uno–. País raro. Ejemplar curioso. Suiza, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia… Éstos son pueblos corrientes, al alcance de todo el mundo; ¡pero el Tibet! ¡Si yo pudiera hacer un viajecito al Tibet!...
Por mi parte, yo me declaro un poco atacado de esta enfermedad de los viajes. Así como hay quien colecciona sellos de correos, paños de paraguas, pipas, corbatas, fotografías de actrices o billetes de Banco, yo colecciono países. Y está fue la principal razón de mi viaje a Italia. Tal se habían puesto las cosas para mí, que si yo no me pasara en Italia por lo menos un par de meses; si yo no me comiese algunos kilos de spaghetti; si no me soltase un poco en el italiano; si no me oyese algunas barcarolas y no viese algunas ruinas al claro de luna, consideraría que mi vida había fracasado por completo.
Ocupado en países ásperos y duros, como Alemania e Inglaterra, yo me había ido reservando siempre Italia para el final, como un postre que se come solo. Luego, al llegar a ella en días de revuelta, me temí que hubiese esperado demasiado y que el postre hubiese comenzado a pasarse. Había quien aseguraba, en efecto, que Italia estaba transformándose de arriba abajo; pero ¿qué me importaba a mí el que la propiedad de las fábricas pasase de manos de los capitalistas a manos de los obreros? A mí lo que me importaba era que las mujeres siguieran teniendo unos ojos muy negros en unas caras muy pálidas, que los spaghetti siguieran sirviéndose al pomodoro, que a los bersaglieri siguieran naciéndoles plumas en los sombreros, y que la música siguiera teniendo un gusto así como de cebolla, que me enterneciera y me diese ganas de llorar…
(Julio Camba, Crónicas desde Italia)
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