Ahora que ya tengo carné de prensa, ahora que ya los textos escritos en periódicos rebosan las cajas de zapatos, ahora que ya sé que no hay nada en el mundo que me guste tanto ni que me haga sentir tan viva como este oficio, puedo dejarlo todo y cambiar de profesión.
Cualquier empleo cotidiano y mecánico que no me acarree contradicciones, que no me provoque dolor de barriga ni nervios ni miedo ni ansias de superación. Que no me haga sentir ni mal ni bien. Un trabajo como el de tantos otros, que no me de problemas ni disgustos, ni me cause llantinas sin explicación. Que no me haga dar vueltas en círculo a su alrededor en mis días libres.
Al contrario, un oficio que sea tan insípido, tan absurdo, que corte de cuajo la necesidad constante de dedicar a él una amplia parte de mis pensamientos. Un trabajo sin responsabilidades, pero también sin jefes, sin compañeros a los que acabe convirtiendo en amigos, un trabajo que no me permita entablar relaciones, que me dehumanice, que me aísle, que no me haga sentir indefensa, que no me permita encariñarme, que no me haga requerir de palabras ni de abrazos, ni de confesiones a gritos, ni de devociones compartidas; un trabajo con el que no necesite a nadie, que me haga fuerte.
Si no tuviera tantas ganas, tantas dudas, si no me permitiera enamorar, apasionar, si no todo fuese negro o blanco, si supiera controlar cada uno mis latidos, de mis respiraciones, entonces quizás todo sería más fácil. Más absurdo, más muerto, pero más fácil.
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