Tres y cuarto de la tarde. Hora punta en el metro de Madrid. Un miércoles. Línea céntrica.
Un joven de origen chino acarrea una pesada maleta. Le cuesta subirla al metro. Un hombre, de unos cuarenta años, de apariencia cotidiana -vaqueros y camisa, informal pero arreglado- le ayuda a subir la maleta.
Entran ambos en el metro. Y mucha más gente, también. No hay hueco para un cuerpo más.
Hasta aquí todo cotidiano.
Entonces, alguien, desde su asiento, grita: «¡Te están robando!»
El hombre chino, que no debe hablar demasiado bien español, sin estar demasiado convencido de si ha entendido, se lleva las manos al bolsillo.
«¡Euro!, ¡Euro!», empieza a gritar.
Se inicia el revuelo. «Le acaban de robar», grita uno. «Tiene el dinero en el bolsillo», apunta otro. «Yo lo he visto», añade alguien más.
Según acusa la joven, el buen samarito que ayudó al hombre chino a subir la maleta no era tan bueno y aprovechó el acercamiento para robarle la carrera. Táctica habitual.
Varios usuarios bloquean la puerta para impedir que nadie entre ni salga. Voces gritan que se llame a la policía. Ésta no llega.
La gente que está en el andén empieza a curiosear: «¿Qué ha pasado?». Los usuarios siguen en plan ajusticiero. Por fin llega la policía y se llevan al presunto ladrón y al presunto robado. Las puertas se cierran y el metro, cotidiano, continúa su marcha.
Las conversaciones dentro del vagón entre los desconocidos versan sobre robos: «A mi me abrieron la cremallera del bolso con un imán», dice una. «A mí me atracaron en el cajero», añade otra. «Yo no me atrevo ni a llevar diez euros en el bolso», una tercera.