- Te echo de menos –le dijo él–. No puedes imaginarte cuánto.
Pero ella ya no estaba allí, quizás porque nunca había estado.
- No creo en las promesas. No debí creer en las promesas. Nunca, lo juro, volveré a creer en las promesas –añadió él–. Aunque aún siga creyendo en las tuyas.
Cerró los ojos y deseo estar en cualquier lugar, excepto en aquel que tanto le recordaba a ella.
- ¿Cuándo dejaré de acordarme de ti a cada instante? – le preguntó.
- Si al menos me hubieses dejado despedirme –continuó.
- Te odio –dijo en voz alta–. Ojalá pudiese odiarte –dijo en voz baja–. O al menos, olvidarte.
- Mi error fue quererte demasiado –pensó–, y el tuyo también.
- Pensé que sería más fácil –lamentó–. Que con el tiempo… Pero pasaron los días, los meses… y no llegó el olvido. Ahora, sin embargo, lo comprendo. No te he olvidado porque, en realidad, nunca quise sacarte de mi vida.
Y fue entonces, al asumirlo, cuando pudo empezar el duelo.
- No, no quiero olvidarte. No volveré a verte, pero te querré siempre, como te quiero ahora. No, no cambiaría nada de lo que vivimos juntos... Bueno sí, cambiaría el final.
Después, llegó el silencio.
Después, llegó el silencio.
- Si pudiera, al menos entenderlo –pensó–. Me traicionaste… ¿o fui yo el que te traicionó a ti? ¿Por qué dejaste de quererme? Intenté, lo juro, comprenderte. Lo malo es que no saber como empezamos le daba magia, pero no saber cómo acabamos, no le da nada. Incertidumbre, desconfianza quizá.
- Te echo de menos –repitió–, aunque no deba decírtelo, te lo digo. Aunque tú no me escuches.
- Sí te escucho, aunque no diga nada – dijo ella.
Y él quiso mirarla, pero junto a él no había nadie.
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