He tenido buenos profesores. También los he tenido muy malos. Pero los que quedan en el recuerdo, los que te dejan huella, son los buenos. Entre estos, los he tenido incluso imborrables. Y los he tenido en todas las etapas de mi formación, desde el colegio hasta el máster. Hoy, una antigua profesora ha colgado en Facebook el mensaje de que una compañera suya de la facultad, profesora mía hace unos años, ha muerto. Ana María Vigara me dio clases de 'Uso correcto del español' en el máster de ABC. No me lo quito de la cabeza desde que me he enterado de su muerte. No sólo porque casi nunca te esperas la muerte y aún menos en alguien que era tan joven, sino sobre todo porque he conocido pocas personas con tanta vitalidad y energía. Era como una niña, siempre risueña, alegre. Así recuerdo sus clases, como una explosión de entusiasmo. Amaba la lengua y promulgaba que se utilizara con ese mismo amor, con la corrección que siempre enseñaba con ejemplos. Nos abarcaba, nos implicaba. Nos reuníamos alrededor de la mesa en ese 'búnker' nuestro sin ventanas y nos enseñaba algo que un periodista nunca puede olvidar: a hablar y a escribir buscando la excelencia, a hacer uso de una lengua tan rica como la nuestra con precisión. Pese a las prisas del periodismo local, cuando estoy a punto de teclear alguna información, siguen viniéndome a la cabeza muchas de aquellas enseñanzas y es gracias a ella.
Ahora que florecen las prejubilaciones, los despidos a los mayores de cincuenta, y que la enseñanza parece estar en peligro es necesario reclamar la figura de los maestros. No solo los educadores, sino todos aquellos que nos enseñan. Los veteranos que te ponen a prueba y que, sin pedirte nada a cambio, te sientan a su lado y te hablan, comparten, se comparten contigo. También los profesores que lejos de arrogancias te miran a los ojos y te enseñan a pensar, a tener criterio propio. Nunca se me han dado bien las memorizaciones. Sin embargo, todo aquello que me enseñaron con el alma se ha quedado para siempre conmigo. Dulces sueños, Ana.