domingo, 11 de julio de 2010

Los primeros cuarenta (ejercicios)


Uno. Y dos y tres y cuatro y hasta cinco mudanzas en este año de contrastes. Será porque en ninguna casa me encontré del todo a gusto, porque mis ventanas no daban a los cielos anaranjados, y porque (dos) portera no hubo... aunque, ¿para qué?. Seguimos. Dinero, y es el tres, ni primero ni último, vivo en números rojos, como tantos. El cuarto, por cierto, ni lo entiendo. Pero el cinco se repite en cada etapa. Ilusiones que se evaporaron demasiado rápido. Anhelos que cambiaron de hogar. Y amigos que entonces ni imaginaban serlo. De ahí al seis, donde además de visitarla, le dedicamos una necrológica. La razón, que el oficio se exportó y el papel se hizo invisible: La rotativa se trasladó a la red. Y así el siete, que hay muchos, o ninguno. Uno de ellos tenía tres tomos y recorría, desde la infancia al exilio, paseos por el ocho, el nueve, el diez y hasta el once de un Madrid salpicado por banderas, que no eran, precisamente, las del Mundial. Animales, y es el doce, mejor en casa. O en la selva. Que para selva en la que se transformó la esencia de aquel número trece al que siempre, y a pesar de la dichosa selva, le estaré agradecida. Porque entre tantas otras me enseñó a hacer del catorce un placer, del quince una oportunidad, del dieciséis, del diecisiete, y del dieciocho, la mayor evocación, la esperanza. 
Del diecinueve, picaduras; del veinte, Segovia; del veintiuno, ¿Pennac? (pues no); del veintidós, Scouts. Y al veintitrés, el número obsesivo de mi hermano, llego con desorden, tachones y rotuladores. Dibujos en torno a las palabras. El veinticuatro, punto aparte. Deseo, sueño y realidad. Quiero ser periodista. ¿Soy periodista?. Veinticinco, ignorancia. Veintiséis, la vida, y la primera y eterna escuela. Pero un día, a la altura de Badajoz, la nieve hizo estragos y aún tengo pesadillas con las vueltas de volante. Ese es mi veintisiete. El veintiocho, sin embargo, es más cinematográfico, a lo “Testigo de cargo”. El veintinueve puede ser el inicio de una novela, o, mejor, de una obra de teatro de enredo, con muchas puertas, de las que no me gustan demasiado. Lo que me gusta más es ese viejo anciano que toca el violín en el metro de Sol, junto a su mujer. La vida es su nota musical, que suena al toque de treinta y que, en su caso, tiene mucho que ver con el treinta y uno, que para eso cada cual se busca la vida como puede. 
Para pan (el treinta y dos), el gallego. Hace un año lo comía sin parar. Pero este año (el treinta y tres) ni pan, ni mar. Si sólo fuese agua lo que falta en Madrid. El treinta y cuatro no deja dudas. No uno cualquiera, el único, el que a toda España mantiene en vilo. ¿Todos con La Roja? Por supuesto. Que mejor derrochar ahí el patriotismo que en el treinta y cinco. Antitaurina siempre, a pesar de este periódico en el que vivo. Y en el que reivindico constantemente que el treinta y seis significa ser andaluza. El treinta y siete no me da un porque, ya que la lectura impuesta no me parece una buena idea. Nada que ver con el treinta y ocho que ha sido, y es, en los últimos años, una constante. Y voy acabando, de momento y en gerundio. Adelanto el cuarenta porque con el estómago lleno se piensa mejor, y pensar es esencial para lograr algún día ser una buena mujer treinta y nueve, es decir, reportera. 
Esto, un esbozo para pasar el rato, y otro día dibujamos los otros cuarenta. Es lo que tienen las tardes de domingo en la redacción cuando todo el mundo sólo piensa en el balón.