lunes, 28 de diciembre de 2009

El tiempo, por Manuel Vicent


El tiempo no existe. El tiempo sólo son las cosas que te pasan, por eso pasa tan deprisa cuando a uno ya no le pasa nada. Después de Reyes, un día notarás que la luz dorada de la tarde se demora en la pared de enfrente y apenas te des cuenta será primavera. Ajenos a ti en algunos valles florecerán los cerezos y en la ciudad habrá otros maniquíes en los escaparates. 
Una mañana radiante, camino del trabajo, puede que sientas una pulsión en la sangre cuando te cruces en la acera con un cuerpo juvenil que estalla por las costuras, y un atardecer con olor a paja quemada oirás que canta el cuclillo y a las fruterías habrán llegado las cerezas, las fresas y los melocotones y sin saber por qué ya será verano. 
De pronto te sorprenderás a ti mismo rodeado de niños cargando la sombrilla, el flotador y las sillas plegables en el coche para cumplir con el rito de olvidarte del jefe y de los compañeros de la oficina, pero el gran atasco de regreso a la ciudad será la señal de que las vacaciones han terminado y de la playa te llevarás el recuerdo de un sol que no podrás distinguir del sol del año pasado. El bronceado permanecerá un mes en tu piel y una tarde descubrirás que la pared de enfrente oscurece antes de hora. 
Enseguida volverán los anuncios de turrones, sonará el primer villancico y será otra vez Navidad. La monotonía hace que los días resbalen sobre la vida a una velocidad increíble sin dejar una huella. Los inviernos de la niñez, los veranos de la adolescencia eran largos e intensos porque cada día había sensaciones nuevas y con ellas te abrías camino en la vida cuesta arriba contra el tiempo. En forma de miedo o de aventura estrenabas el mundo cada mañana al levantarte de la cama. No existe otro remedio conocido para que el tiempo discurra muy despacio sin resbalar sobre la memoria que vivir a cualquier edad pasiones nuevas, experiencias excitantes, cambios imprevistos en la rutina diaria. 
Lo mejor que uno puede desear para el año nuevo son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales y cualquier embrollo imaginario en noches suaves, de forma que la costumbre no te someta a una vida anodina. Que te pasen cosas distintas, como cuando uno era niño.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Las horas



"Tú me has dado la mayor felicidad posible. Has sido todo lo que alguien puede ser para otro. Sé que estoy destrozando tu vida. (…) Ni siquiera me expreso debidamente. Lo que quiero decirte es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has tenido una paciencia infinita. (…) No creo que dos personas puedan ser más felices de lo que hemos sido nosotros."
Fdo.: Virginia Wolff


El reloj de arena, con los bordes de plástico rojo, esperaba escondido debajo de la escalera. Y justo en el momento de partir, cuando el tiempo se había terminado, apareció. Había llegado la hora. Y el tiempo no se detuvo.
Durante unos segundos, el reloj de arena deja pasar el tiempo, como si concediera la libertad, pero, al final, la arena se deposita entera al otro lado, el tiempo se ha esfumado. Durante ese instante, casi imperceptible, ha pasado la vida. 

Un ronroneo. Un verso cogido al vuelo en una canción durante aquel concierto. La última mirada, la de verdad. El bombón deshaciéndose en la boca. El primer salto del baile. El último latido del corazón. Y debajo de las sábanas ganarle la batalla al frío. 

Y en esos mismos segundos, en los que pasa de un lado al otro la arena, la otra cara de la misma vida. La palabra áspera en una llamada ingenua. La huída. La pregunta hiriente. La lluvia que moja los pies. La despedida. El segundo de olvido con consecuencias eternas.

Cuando Virginia se suicidó en el río, Laura decidió optar por el lado inseguro de la vida. Mientras, Clarissa besó al pasado y se olvidó de ser consecuente. El tiempo, ese instante eterno, estaba cambiándoles su mundo.
La lucha contra el tiempo a fin de encontrarle un sentido a la vida. Y hallarlo tan sólo en la muerte, en la elección. La muerte perseguida, temida e intransigente poniendo a la vida en su lugar perecedero.

Virginia Woolf (Nicole Kidman), recluida en el campo para sanarse de una depresión, está escribiendo Mrs. Dalloway. Laura Brown (Julianne Moore), ama de casa en los años 50, está leyéndolo mientras hace y rehace una tarta de cumpleaños. Clarissa Vaughain (Meryl Streep), editora en Nueva York, engendra a la Mrs. Dalloway contemporánea mientras sobrevive a su amor eterno, un poeta gay que está muriéndose de sida. La vida compartida. La fragilidad refugiada, aparentemente, bajo una capa de polvo y de frialdad.

Las flores, la muerte, la homosexualidad, el festejo, el silencio y el llanto desorientado… nexos comunes. El alto precio de la libertad y de la coherencia. La ambigüedad. Los desayunos de reproches con té. La confusión. La limitación auto impuesta. El abandono.
Mirar la vida a la cara y conocerla por lo que es. La mañana más corriente en la vida de cualquiera.
El instante en el que decidir, antes de que el reloj de arena con los bordes de plástico rojo marque la hora, si las ganas son de morir o de vivir.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Domingo de mudanza



Las habitaciones vacías son una mentira. Parece que nada hubo cuando siempre hay algo. Las paredes desconchadas quedan al descubierto sin poder ya refugiarse en las fotos y los pósters. Manchones de los roces de la vida. Pequeños agujeros, casi invisibles, reflejo último de los sueños que sujetaron. Una tanda innumerable de maletas y bultos amontonados en el pasillo y un coche a punto. Atrás, un armario donde pone “Estoy condenado”, y la añoranza presentida de las conversaciones telefónicas debajo del, aunque fuese verano, edredón. Y así llegaremos al 2010, o eso se presupone, estrenando casa, entre otras cosas. Recuperado pasado y perdiendo eternidad.

Una papelera roja, una cafetera. Un paraguas, un albornoz azul. Una lámpara negra, una mochila verde aullando por la paz. Unos altavoces, una bandeja de madera que se cae a cachos. Un edredón de soles y de estrellas, muchas chinchetas.

La Navidad ausente, dejándome adoptar. Brindar con los amigos, tal vez, con mistela. Intriga. Animales. Propósitos de año viejo. Deseos de romper promesas. Ojalá. Bombardeos. Belenes vivientes y turrón de chocolate. Y, a pesar de todo, sonreír. Y echar ganas. Y volver a partir.

Y termino la mudanza. Y dejo mis cosas en esa habitación desconocida hasta después de Reyes. Cuando llegue a casa, dormiré en la habitación de las paredes naranjas, entre el vacío, por última vez. Y mañana, conduciré hasta Huelva. Pero eso será mañana. Hoy, después de cenar con mis primas en su pueblo-ciudad, acabo mi  domingo de mudanza dándo vueltas entre las rotondas de alfarería, buscando la A5 dirección Madrid. Y aunque me sepa el camino... y aunque lo haya hecho tantas otras veces... igualmente perdida.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Vagabundo


"Me convertí en un vagabundo por la cantidad de vida que había denro de mí, por la pasión de viajar que palpitaba en mi sangre y que no me dejaba tranquilo. Emprendí camino porque no pude evitarlo, porque no llevaba en los bolsillos de mis vaqueros suficiente dinero para un billete de tren, porque no poseía el mismo caracter que aquellos que trabajan toda su vida en un único empleo de largas jornadas laborales. Y en fin, porque es simplemente más fácil irse que quedarse"

Jack London, The Road, 1907

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Tienes una historia que contar

"Tienes una historia que contar" es un concurso de periodismo intergeracional, que nace como proyecto comunicativo con el objetivo de fomentar el diálogo entre dos generaciones, los mayores y los jóvenes.
Es un proyecto de la Obra Social de Caixa Catalunya, dirigido y gestionado por la Unión Democrática de Pensionistas y Jubilados de España, e ideado y desarrollado por Esto es Vida.
Los finalistas, que se han dado a conocer estos días, son:

1º premio: "El secreto de la Marquesa" (Daniel Blanco). Ángeles de los Santos, 74 años. Sevilla.
2º Premio: "Cartas a mi madrina de guerra" (Jorge Rábanos). Cándido Moyano Martínez, 90 años. Logroño.
3º Premio: "Recordando los detalles" (Ferrán Martínez). Frederic Ninot Piqué, 86 años. Barcelona.
4º Premio: "La historia de una maestra con mucho que aprender" (Francisco Javier García). María Berruezo Castillo, 71 años. Murcia
5º premio: "Juegos de guerra". (Marta Miquel Baldellou). Pepita Labrador Ribes, 82 años. Lleida.
6º premio: "Réquiem por un aviador". (Rubén Pulido). Luisa Paniagua Zazo, 100 años. Madrid.

A continuación, la historia de Juan Pascual Pascual de 84 años, al que entrevisté en Villaverde.


Juan dice que no tiene sueños. “Ya soy demasiado mayor”, suspira con resignación. Pero tras sus ojos brillantes, incluso más allá de la sabiduría, resplandecen los sueños ocultos. Es entonces cuando, con la inocencia propia de un niño que se sabe importante por tener un secreto escondido, se acerca y dice: “Yo creo que a veces le he dicho a la gente que mi sueño es viajar a Roma, pero -añade bajando la voz- la verdad es que lo que me encantaría es que me pusieran una habitación con instrumentos donde poder tocar”. Y entonces, cambia de tema como quien tiene algo de lo que avergonzarse.
Juan Pascual Pascual tiene 84 años y la vitalidad propia de un joven de 20, “o hasta más que algunos”, matiza. “Mi secreto es querer siempre aprender”, asegura con firmeza. Hace unos meses decidió que le gustaría tocar un instrumento y, poniéndose el “nunca es tarde” por bandera, comenzó a dar clases para aprender a tocar el órgano en el centro de la tercera edad La Platanera de Villaverde, en Madrid, en el que pasa la mayor parte de su tiempo. “Mi mujer y yo vivimos solos, así que nos venimos aquí a pasar el día, comemos aquí, jugamos a las cartas y podemos apuntarnos a cursos”, explica Juan...

martes, 15 de diciembre de 2009

Lágrimas de Eros


“Según Hesíodo, el dios Cronos cortó con una gran hoz el miembro viril de su padre, Urano, y lo arrojó al mar. Del semen de Urano, confundido con la espuma de las olas, nació Afrodita (Venus en la mitología latina).”
 Así empieza la exposición Lágrimas de Eros, que estará en el Museo Thyssen hasta el próximo 31 de enero. El título de la exposición procede del último libro publicado en vida por Georges Bataille, Les Larmes d’Éros (1961), en el que continuando sus estudios sobre el erotismo, se adentra en la íntima relación entre Eros y Tánatos, entre la pulsión sexual y el instinto de muerte.

A un ritmo creciente, la exposición, muy variada, va abordando diversos aspectos del erotismo limitándolo en varias temáticas. Personajes, mitos, lugares… Espacios comunes de deseo, como el cabello, emblema erótico, o el mar, furia pasional.
El orgasmo como excitación final, como culminación del deseo y como posterior e irremediable muerte. El deseo que termina al llegar a su extremo. La vinculación precisa entre placer y muerte, como el hielo que quema. Fugacidad. Placer y dolor como espina dorsal de la muestra.
Eva y la serpiente, como la tentación. Es uno de los primeros apartados que se muestran. Las sirenas de Ulises engatusando con su canto, y con su sensualidad. El no dominio de la voluntad en pro de los instintos más primarios: “Porque ocurre que hay días en que el hombre quiere engañar y que le engañen” (León Felipe, Las sirenas).


Figuras masculinas también, como San Sebastián, icono gay por excelencia. Y su martirio vuelve a poner en primer plano la relación entre dolor y placer, como el Goliat muerto y perseguido, quizás, porque se enamoró de David. Cuando el amor mata. O más que el amor, la pasión, la desmesura. O las tentaciones de San Antonio, mujeres y monstruos, curiosa comparación.

La cotidianidad de la vida sacada de contexto para medir la (no) visible pulsión que irradian. Desde el beso, primer contacto, con cuadros de Magritte o de Andy Warhol, hasta el sueño. Y el futbolista David Beckham, como icono actual, el nuevo David de Miguel Ángel, mostrado mientras duerme en la proyección de un vídeo. El papel de vouyeur, el nuestro, sin complejos.
La posesión, otro aspecto de la muestra. Vinculada siempre a las emociones obsesivas. Representado en mujeres que quisieron como trofeo la cabeza de sus objetos de deseo. Salomé y la cabeza de San Juan Bautista.
Otros personajes convertidos en mito, como Cleopatra. Crueldad, extravagancia, desenfreno. O como Magdalena, la redención. Recluirse en Marsella huyendo del recuerdo de Jesucristo, su Dios, sólo suyo.

La exposición puede verse en dos espacios: la Sala de Exposiciones Temporales del Museo Thyssen-Bornemisza (a 8-5 euros la entrada) y en la Fundación Caja Madrid (gratis). Y merece la pena.
Otra perspectiva de ver la sensualidad. Instinto, muerte, placer, deseo, excitación, fugacidad, dolor, tentación, arrepentimiento, amor, obsesión, posesión, descontrol, curiosidad... erotismo.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Sábado por la noche


Rojo y negro. A cuadros. Y destellos blancos. Fotos de revista de moda. Gris metalizado en las escaleras y en las columnas. Dos plantas de estrépito. Tres centímetros de base de maquillaje, sombras de ojos muy oscuras y labios de color bermellón. Bocas medio abiertas y ojos medio cerrados. Seguir, o eso se supone, un ritmo. Por otro lado, atronador.
Una cola inmensamente larga en la puerta. A 15 euros la entrada. Aunque ni espero cola ni pago, estoy en la lista de un tal Mike, al que ni siquiera conozco.
Chicos con polos de marca y botones abrochados hasta el cuello. Chicos también con camisetas de tirante negra ajustadas y pantalones marcando. Chicas con tacones de aguja, minifaldas, medias de rejilla y collares largos bañados en oro. Collares que brillan cuando las luces los enfocan.
Alguien dice: "lo único malo de este lugar es que, con tan poco luz, cuando te enrollas con uno, luego sales de aquí y descubres que es mucho más feo de lo que parecía".
Yo, que diría Sabina, "como un pato en el Manzanares". Igual debería haber optado por un modelito más apropiado y haber cambiado el vestido azul, los leotardos de colores y las botas planas que llevo por algo más "cool". O, al menos, haberme echado un poco de rímel. Aunque entonces, sí que sería como un "suicida sin vocación", siguiendo con la canción de Sabina.
Una bolas gigantes como de árbol de Navidad en el techo. Y yo pensando que se nos van a caer encima.
La música, un Chun, Chun, que, ojala, me permitiera no musitar. Pero no, la cabeza la he dejado fuera. En esta ciudad perfecta y bella... si viviera en una casa en Lavapiés con gatos y perros como únicos compañeros de piso. Si no tuviera que echar horas en el metro. Si tuviera dinero para ir a ver todas las obras de teatro que anuncia la Guía del ocio y comprar todos los libros de la Cuesta de Moyano y de la Fnac. Si la ciudad no lograse cambiarnos (a mal). Y yo controlase mis cambios de humor.
Pero, al menos, la música imposibilita las conversaciones, que serían aún peores que el ruido. Pienso en la pereza de tener que hacer por cuarta vez, en menos de tres meses, mudanza. Como si cambiar de habitación y piso me reconciliaran con Madrid.
Gogos bailan en una tarima. La gente parece estar mimetizada con el ambiente y yo me pregunto si estarán a gusto. Quizás también ellos piensen que yo me lo estoy pasando bien. Me entran ganas de escribir y de irme de acampada. Y odio la inoportunidad del pensamiento.  
Es sábado por la noche. Y a las cuatro de la madrugada digo que me voy. "¿Ya?", me gritan para que les oiga bajo esa música infernal. El humo en los ojos y la cabeza en las nubes. "Ya, sí", respondo rotunda, y, antes de que nadie reaccione, he huido del lugar. Camino deprisa y sola hacia mi, por poco tiempo ya,  casa. ¡Qué frío hace esta noche!

martes, 8 de diciembre de 2009

Reciclaje

"Tanto reciclaje y más te valdría reciclarte entera a ti misma", me dicen, y me sueltan después un rapapolvo inmenso, aupado por la sinceridad y la supuesta intrascendencia que otorga traspasar con creces la madrugada. Y me hablan de periodismo y de verdad, de principios e ideales vendidos, de egoísmo, de inercia, del amor y la mentira, de la familia, del engaño, del vacío, de los amigos, de la falsedad, de la maldad que vive no en quien actúa mal sino en quien se sabe malo.
Y sin conocerme, me juzgan y me sentencian, y me critican, y me descolocan en una charla desordenada y distorsionada pero con apuntes de verdad, los que nacen de quien no te debe nada ni te pide nada ni espera nada de ti.
Y todo se inicia con un detalle, con mi primera traición, con mi primera venta no al mejor postor sino al primero, del modo más cómodo. La bronca nace de una anécdota, de un detalle que parece no tener importancia pero que sí la tiene. En resumen la historia fue: Envío al periódico mi primer artículo. Antes de publicarlo, lo editan: cortan, copian y pegan sin concordancia, se comen palabras e introducen acentos erróneos. Cuando yo lo veo impreso, me mosqueo. Sentimientos encontronados: me alegro de publicar, pero me enfado por el modo en que se ha publicado. Al día siguiente, ya en el periódico, me propongo a ir a hablar con el responsable. Voy decidida a pedir explicaciones, a quejarme. Llego frente al jefe. Él me echa flores, felicita mi trabajo. A mí, en ese momento, me puede el ego. Doy las gracias, sonrío y, sin decir nada más, me marcho.
Luego, ante mí misma, me justifico  diciéndome que bueno, que no era para tanto, que mejor así, que tampoco va a ir una quejándose al primer traspiés, y más si quiero pedir esa sección, que mucho que han confiado en mí, que he de conformarme con haber publicado... Me repito esas cosas, sin querer darme cuenta de lo que mi silencio está significando: me ha podido el ego, la vanidad, la falta de principios... que me vendo a la primera de cambio.
El periodista ha de ceñirse a la verdad y ni siquiera soy capaz de definir y defender mi verdad. Así ha ocurrido y quien me sermonea lo toma como punto de partida para echar por tierra todas mis creencias, mis acciones, para tirar mis muros, para dejar al descubierto un modo de vida falso, asentado sobre cimientos de humo, lleno de miedo, de irresponsabilidad, de banalidad.
"¿Pero tú eres periodista como si fueses fontanera o lo eres por vocación?", me pregunta. Y a poco que me conozca, sabe qué es para mí el periodismo y sabe que está lanzando los dardos donde más duele. Y si no soy capaz de defender el periodismo, entonces tampoco soy capaz de defenderme a mí misma. Es igual que cuando no soy capaz de mirar a los ojos. Y podré encontrar razones y justificar mi mundo con mil argumentaciones, pero sabiendo también, que si en lugar de palabras utilizase verdades, el resultado sería muy diferente, porque nada existiría, porque no habría respuestas, porque nada entonces sería lo que parece.
"Y cómo vas a informar de cuánto pasa a tu alrededor si ni siquiera eres capaz de salir de tu mundo y ver lo que te rodea", continúa el discurso. Y yo vuelvo a intentar hallar refugio en mi invención y odiar el mundo, odiar con toda mi alma a toda esa gente, a todas esas personas con las que, hace unas horas, por el centro de Madrid, me batía a codazos por un trazo de calle. La misma multitud borrega que define mis pasos, que marca mi modo de vida, que me pone los límites y preceptos que yo, obediente, acepto y sigo. 
Y podría esconderme y ponerme corazas y llevar al extremo, aún más, mi ya de por sí patente egoísmo y no tener que justificar nada ni ante mi familia, ni ante mis amigos, ni ante las relaciones que, tanto si las hemos sabido defender como si no, nos importan, ni tampoco ante aquellas muertas y vacías que tenemos con la gran parte de las personas.
Pero entonces, la conversación, más bien, el soliloquio escuchado, me provoca insomnio. Y todo podría cambiarse pero nada cambio. Y me digo que he de buscar el modo de enfrentarme a mis problemas, de saber defender hasta el final mi verdad, de amar (sin recelos, ni dependencias, ni orgullos, ni rencores, ni obsesiones, ni falsos apegos, ni exigencias) a mi familia, a mis amigos, al mundo. Y me repito que he de desprenderme del hermetismo, dejar el vacío que todo lo envuelve y llenarlo, me repito que habrá seguro un modo de recuperar lo perdido o, si no, de seguir adelante asumiendo los errores, y me intento convencer de que sigo creyendo en el periodismo, no en el genérico, sino en el mío, y que existen los valores justos, y que es posible y necesario sincerarse, ser consecuente en pensamiento y obra. Pero me vuelvo a perder, a ahogarme, y tan sólo escribo, escribo, escribo... me muestro en exceso pero de nada sirve, porque no quiero preguntas, quiero respuestas... pero no las encuentro.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Lo irreal

Hacer promesas de las que sabes que no podrás cumplir. Ni aunque te las prometas a ti misma.
La muerte pisando los talones, llamando cuando menos la esperas. Y huyendo, sin embargo, de quien la reclama.
La bicicleta en Atocha, inmóvil.
El corte de pelo, los rostros, las chaquetas nuevas... imágenes que, a todas horas, como fantasmas, aparecen entre los viajeros del metro... por la calle, camino a casa.
El hogar no aguardado. Las postales que se despegan de la pared, que se deslizan hacia la nada.
El desorden.
La pistola de Larra. Precisa.
La espera inútil. La mirada fija en el teléfono.
X en el calendario. De las que tachan el tiempo.
Lo que no se resuelve.
Los libros amontonados, la madrugada.
Y no entender por qué y estar cansada de hacer preguntas que no reciben respuestas.
Lo absurdo. Lo irreal.

jueves, 3 de diciembre de 2009

La forja de un rebelde



Una tarde de noviembre. 2009. Camino apresurada por la Gran Vía, como todos, ajena. Alzo la vista y veo el edificio de Telefónica. Lo he visto mil veces. Algo, sin embargo, me descoloca. He salido del metro aún con el libro en las manos. Estoy leyendo La llama, el último tomo de la trilogía escrita por Arturo Barea: La forja de un rebelde.

Algo, una sensación, me hace frenar en seco mirando fijamente el edificio de Telefónica. Me bloqueo. Los autobuses son ambulancias. Los adolescentes que portan el botellón son soldados. Los gritos son disparos. La euforia es drama. Nadie se percata y, sin embargo, lo que estoy viendo yo, allí, inmóvil, con el libro aún en la mano, no se corresponde con la realidad. En un estado de ansiedad, busco la escena que estoy viendo delante de mí en el libro, y la releo frente al edificio:
“Noviembre era frío y húmedo, lleno de nieblas, y la muerte era sucia. La granada que mató a la vendedora de periódicos e la esquina de la Telefónica lanzó una de sus piernas al centro de la calle, lejos del cuerpo.” 
Vuelvo a mirar la Telefónica, veo la pierna de la vendedora de periódicos. Sigo leyendo: 
“Comenzaba la hecatombe de cada noche; temblaba el edificio en sus raíces, tintineaban sus cristales, parpadeaban sus luces. Se sumergía y ahogaba en una cacofonía de silbidos y explosiones, de reflejos verdes, rojos y blanco-azul, de sombras gigantes retorcidas, de paredes rotas, de edificios desplomados”.
Madrid está anocheciendo. Hago anotaciones en mi libro, miro a mi alrededor, y me parece estar inmersa en la misma noche madrileña que describe Barea, en su guerra civil permaneciendo en el tiempo. Durante más de 20 minutos no logro moverme de allí, no soy capaz de reaccionar, de volver al mundo.


En La forja, el primer tomo de la trilogía, Arturo Barea narra su infancia y juventud en el Madrid de principios de siglo. Un mapa de lugares que ya no existen, que ya no podemos dibujar.  
“Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan”, así se inicia el libro. La figura de su madre, la señora Leonor, lavandera, tendiendo la ropa. El Madrid más castizo. El mismo desde el que ahora escribo. Los descampados de Embajadores. Atocha. Desde la Plaza de Cascorro hasta el Mundo Nuevo. La calle del Arenal. La Plaza de Oriente.

Barea, con la voz del niño que fue, cuenta esos años con la inocencia necesaria, con precisión, sin fantasía. Su familia, sus amigos, su colegio. Buscarse la vida. Sobrevivir. La pobreza. Los sueños que habitan en el pueblo del verano. Los abuelos. Navalcarnero. La antesala de Madrid. El recuerdo, la añoranza:
“¡Qué bien se está aquí! La cabeza entre las rodillas”, escribe. Y continúa: “Y yo le miro la cara de abajo arriba sin que ella me vea… Entierro la cabeza entre el delantal como los gatos. Quisiera ser gato. Saltaría encima de las faldas y me haría una bola… Subir encima de las faldas, hacerme una bola, dormitar oyendo hablar…Quedarme allí, quieto, ¡muy quieto!”.

E irremediablemente crecer.


A medida que su edad aumenta, su entorno se va haciendo más visible: “Desde aquí arriba, desde la cuesta que hace la calle de Alcalá, veo la vida”. Un Madrid en tensión. El reloj del Banco de España. La diosa Cibeles. La vida política marca el ritmo de La ruta, el segundo tomo. Los primeros apuntes literarios de Barea y, sobre todo, su experiencia en la guerra de Marruecos: Los primeros ideales y las primeras renuncias. Las vísperas de las, también primeras, batallas. Y su regreso de nuevo a Madrid, pero a un Madrid diverso:
“Existía un vacío de dos años entre mi familia y yo, entre Madrid y yo. Habíamos roto el hilo de la vida diaria. Si queríamos reanudar nuestras vidas juntas otra vez, teníamos que atar con un nudo las puntas rotas; pero un nudo no es una continuidad, es la unión de dos trozos con un roto entremedias”.
A su vuelta, Barea se encuentra con un Madrid alterado, con un decorado que se alimentaba de El Liberal, El Defensor, El Socialista, El Sol, ABC, El Debate… los diarios de la época.

Regresar a la Puerta del Sol. Y volver a marcharse, y seguir buscando su lugar.


Con La llama finaliza la trilogía. El relato de aquel 18 de julio de 1936, la más conmovedora descripción de los años de la guerra civil española y el exilio del escritor en Inglaterra.

Sencillo y preciso, detallista, Barea va describiendo su vida, mezclando los aspectos más íntimos -su matrimonio, sus hijos, el amor- con los más públicos, la descripción de su trabajo y de la vida social. El pulso a un país a punto de meterse en una guerra civil.

Con la ventaja de saber el final, de leer desde el hoy, vamos desmigajando el pasado. Comprendemos mejor aquella guerra atendiendo a los pasos previos, a las revoluciones de palabras y a los hechos. Barea describe explícitamente su visión de la guerra, lo que observa:
"Madrid estaba sufriendo hambre y los túneles del metro; al igual que los sótanos de Telefónica, estaban abarrotados por miles de refugiados”.
Hemingway. Las Brigadas Internacionales. Detalla su labor al frente del Comité de Censura durante la guerra, con sede en el edificio de Telefónica. Describe así:  
“Miré el montón de papeles y se me revolvió el estómago. Los sentimientos contenidos de muchos periodistas se habían volcado allí. Había textos que no disimulaban, entre malicias, la alegría de que Franco estuviera, como ellos decían, dentro de la ciudad”.

A finales de noviembre terminé de leer La forja de un rebelde. Hace no demasiado tiempo aprendí que el tiempo de lectura de un determinado libro no puede imponerse. Es preciso dejar fluir, esperar el momento preciso. Por eso he tardado en leer esta trilogía más de un año. Una lectura compartida con otros libros, libros que se interponían haciéndome aguardar los momentos y lugares idóneos. Hubiese sido imposible leérmelo de un atracón, leer en menor tiempo, leer de seguido. Si lo hubiese hecho así, no hubiese podido asimilarlo, no hubiese disfrutado con esta lectura tanto como lo he hecho.

El primer tomo tiene para mí un mayor grado de sensibilidad, tiene la fragilidad del niño, pero también su fuerza, la que nace de la inocencia. Posee el poder de la ternura, el que, irremediablemente, se desvanece cuando uno crece. Sin embargo, el tomo más intenso, más potente, el que más me ha calado, ha sido para mí el tercero. El choque con la vida, la esperanza y la derrota.
Esta novela autobiográfica de Arturo Barea es considerada una de las obras maestras de la literatura universal. La editorial inglesa Faber&Faber fue la primera en publicarla, entre 1941 y 1946. En 1951 se editó en español por la editorial argentina Losada.

Me ha acompañado durante un año y cinco meses. Por Madrid, Huelva, Italia, Galicia y nuevamente Madrid. Con subidas y bajadas. Páginas garabateadas hasta el extremo. Flores secas. Esquinas dobladas. Billetes de trenitalia. Notas al margen. Tarjetas de visita. Dudas. Miedos. Pasiones. Se me revuelven las emociones. Y al terminar el libro, como en los finales impuestos, como en las historias no resueltas, el desamparo.